La ciudad y la mirada
A veces uno tiene la sospecha de que no vive en la misma ciudad que sus conciudadanos; en otras muchas ocasiones tiene la absoluta certeza de ello. Este tipo de pensamiento suele hacerse patente, y pujante, cuando el ciudadano regresa a su ciudad tras un periodo más o menos largo de ausencia, aquel que por su duración o sus características permite que la ciudad en la que normalmente habita deje de ser una presencia abrumadora para transformarse en uno de esos recuerdos tan firmes que se convierten en obvios e indignos de mención y reflexión. Al volver a ver en detalle lo que había perdido su perfil por la distancia, el que regresa -que lo hace desde la hospitalidad quizá fingida o del desamparo recelado en ciudades o lugares ajenos- no sólo sufre un periodo de adaptación a lo que considera propio, sino que reacciona ante eso de manera manifiesta. E inmediatamente después intenta buscarle un signo a su ciudad, una explicación que resuma las peculiaridades de su lugar de residencia en contraste con los que acaba de visitar. Es en ese signo personal, en esa idea transferible, en la postura que cada cual adopta ante su calle, su barrio o su municipio, donde los vecinos se distancian; donde la ciudad, como calidoscopio, adopta tantas combinaciones de formas y sentidos como sus habitantes, o visitantes con curiosidad, hayan tenido a bien darle.Y así, no sólo es comprobable que la misma ciudad no es la misma ciudad para quienes la gobiernan que para los que son gobernados, para los que disponen las obras en las calles y quienes sufren el martillo neumático, o para el especulador inmobiliario y para aquellos que buscan casa, sino que entre quienes integran unos y otros bloques hay infinidad de diferencias sustanciales y, en muchos de los casos, irreconocibles. E incluso un mismo ciudadano, a lo largo de sus años de ciudadanía en una misma población, cambia muchas veces de actitud, como si de una pareja estable se tratara; y tampoco es extraño que atribuya la razón de esos cambios a los cambios que va descubriendo en su media naranja municipal.
Yo, por utilizar el ejemplo que tengo más a mano, desde finales de verano vivo en una ciudad entre cursi y surreal -sin nada que ver con la simulación virtual de los edificios de Calatrava- donde la gente se casa en masa los sábados a media tarde. Después de la ceremonia y, antes del banquete nupcial, los recientes matrimonios y sus padrinos y familiares más allegados, escoltados por un fotógrafo y una cámara de vídeo, peregrinan en coches adornados de flores y guirnaldas al parque más parque de la ciudad, donde quieren posar en los mismos rincones, lo que les obliga a guardar cola, cosa que hacen pacientemente las novias -con trajes claros de dos piezas, de las cuales la superior es irremediablemente un corpiño- y los novios, tan anodinos en su poco maleado traje oscuro, que uno llega a dudar si es el novio o uno de sus recientes cuñados. Como las esperas son largas, algunos recién casados, para distraerse, se pierden entre los setos con una pareja de íntimos para fumarse un porro a escondidas. La aglomeración de parejas desde donde mejor se contempla es desde un trenecito cuya máquina es la cabeza de un ciervo. Al anochecer, cuando la luz abandona a novios y fotógrafos, todos desaparecen como por arte de magia, y el cielo se pone violeta, y rosa, y azul intenso; como las palmeras están ya en sombras, al mirar hacia el cielo uno duda si una belleza tan relamida es parte de la realidad en mayor medida que el decorado de El ladrón de Bagdad, construido para el tecnicolor hace ya muchas décadas. Después rugen los coches ante el Museo de Bellas Artes, donde se guardan los signos más hermosos de lo que la ciudad fue hace cinco siglos, y la farolas amarillean la noche, húmeda y de nuevo proletaria, más allá del puente de san José. Hago el paseo con mi hijo, de tres años de edad y poco más de un metro de estatura, y me pregunto cómo será la ciudad a la altura de sus ojos. Me fuerzo a mí mismo a ver un inmenso camino de aceras desconchadas, mierdas de perro, latas de refresco pisoteadas, jeringuillas, envoltorios, vidrios, colillas y polvo; pero estoy seguro de que no es así; sus ojos y los míos seleccionan cosas diferentes: yo miro hacia abajo y él hacia arriba. Pero, ¿qué verá él que a mí me pasa inadvertido?
El sabio Italo Calvino escribió un libro, Las ciudades invisibles, en que el Gran Kan se hace describir por Marco Polo las ciudades que éste ha conocido en su largo trayecto entre Venecia y China. Cada una de las muchas ciudades descritas tiene un nombre de mujer y un signo tan definido que la convierte en un emblema. Hay la ciudad de los muertos, que no el cementerio, la de los fontaneros, la del deseo insatisfecho, la de la angustia, la ciudad en la que ninguno de sus habitantes conoce a nadie, ciudades redundantes, ciudades de la memoria redundante, ciudades que varían de signo según el humor de quien las mira. Según avanza el libro -que siempre permanece inédito para el lector por más que lo haya releído- uno comienza a dudar si tantas ciudades fantásticas no serán una sola, y si esa ciudad no será Venecia, la patria del narrador, ciudad insólita e imaginaria donde las haya. El libro es aún más rico, leído desde esa perspectiva. Pero ese era un final para un libro infinito que el narrador desechó en aras de otro más potente y definitivo. Ante el melancólico Gran Kan, Marco Polo terminó su catálogo con una reflexión tímidamente esperanzada, aunque no menos melancólica: el infierno de los vivos ya está aquí, en la ciudad en la que habitamos todos los días. Y sólo hay dos formas de no sufrirlo: aceptarlo y formar parte de él hasta conseguir no verlo, o buscar a aquel o aquello que en medio del infierno no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.
Enric Benavent es escritor.
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