Noticias de Covadlo SERGI PÀMIES
Nadie escribe como Lázaro Covadlo. Ténganlo en cuenta cuando se enfrenten a su último libro, una recopilación de cuentos titulada Animalitos de Dios (Mondadori, 160 páginas, 1.500 pesetas), escritos, casi todos, en los últimos dos años. Encontrarán historias que empiezan, por ejemplo, con frases como ésta: "Le había sacudido un bofetón a su mujer a eso de las tres de la tarde". Es un comienzo que sugiere vida cotidiana, violencia doméstica, acaso un lío de celos. Pues no. Quizá porque, como dice Ricardo Piglia, un cuento siempre cuenta dos historias, éste habla de los desaparecidos durante la dictadura argentina, reflexiona sobre la barbarie en general a partir de la barbarie en particular, juega con la hipocresía del juramento hipocrático y acaba haciéndole justicia a la hondura de un título inolvidable: Llovían cuerpos desnudos.Covadlo vive en Sitges y es argentino, aunque también podría decirse que es judío y coleccionista de máquinas de escribir, y todo sería verdad. O verdad hasta cierto punto, como que le cuesta hablar de sí mismo y que, antes que responder a las preguntas que le hago, prefiere perderse por los recodos de una conversación en la que caben el humor, la física cuántica, los recuerdos de ácidos lisérgicos, el patriotismo, la memoria, la ficción o una realidad que, según él, "suele confundirse con lo tangible". De mirada nerviosa, Covadlo (Buenos Aires, 1937) pone a prueba la capacidad de escandalizarse de su interlocutor en un juego dialéctico estimulante y confuso. Se deja fotografiar sin poner pegas, conversa con la fotógrafa y, de reojo, no deja de observar ese extraño mar de Sitges, que tiene la rara peculiaridad de estar mucho más tranquilo en otoño que en verano. Confiesa ser un pésimo contador de cuentos y tampoco podría ganarse la vida contando chistes. Y, sin embargo, escribe como nadie. Novelas, cuentos, lo que le echen. Aunque en Animalitos de Dios, y tras dos novelas, ha vuelto a lo breve dejándose llevar por una metodología que tiene mucho de intuición. "Escribo por el gusto de la narración, sin esperar forzosamente el momento sorpresa. Si se da, se da. Si no, mala suerte. Mientras estoy en ello, disfruto del cuento. Ocurre como con el sexo. Uno no debería ponerse a follar pensando sólo en alcanzar el orgasmo. Si llega, bienvenido sea. Pero si no llega, también habrás disfrutado", dice tras pedir su tercer café. Y lo que acaba de decir, de un modo aparentemente desordenado y huyendo del intelectualismo fácil, me recuerda algo que escribió Piglia: "El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la busca siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta". Y, sin embargo, lo que hace Covadlo no parece tan mental, y sus personajes, indigentes o fantasmas, hijos de osos o cuervos, parecen decidir por ellos mismos. "Me dejo llevar y a veces tiendo al disparate. Con los personajes me comporto un poco como con mis hijos: ellos quieren hacer su vida, así que yo me limito a ser un notario de lo que hacen", añade.
Covadlo sonríe. Le ilusiona la aparición de su libro y también que su amigo y vecino Fernando Krahn le haya ilustrado la portada con un dibujo que dice mucho sobre Krahn, pero también sobre la especie humana. "Me identifico plenamente con el humor de Krahn. Me encanta su capacidad de reflexionar sobre el todo a partir de un pequeño detalle". Cuando intento teorizar sobre su estilo, atraparlo con la camisa de fuerza de las etiquetas, Covadlo se escabulle con una sonrisa que, combinada con la tristeza de su mirada, produce un efecto similar al que, en una entrevista, él definía como "de chiste en un velatorio". Insiste en no dejarse atrapar por lo teórico y, sin darle importancia, comenta: "Las teorías siempre vienen después de los hechos. Algunos insisten en que un cuento debe ser una máquina perfecta, pero la perfección es un objetivo poco estimulante. Si algo es perfecto, ya no se puede modificar y, por tanto, eso no me interesa porque se trataría de algo terminado, muerto". Nos despedimos junto a un aparcamiento, él con la sensación de que no ha contestado a ninguna de mis preguntas y yo con la sensación de que mis preguntas eran idiotas y que, por tanto, hizo bien en no contestarlas. Cuando llego a casa, releo El fantasma de Castelldefels y Llovían cuerpos desnudos y empiezo a escribir este artículo a partir de una primera frase que me arrastra hacia las demás: nadie escribe como Covadlo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.