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De Sydney a Atenas, pasando por Barcelona

No escribo de resultados deportivos en sentido estricto. Pretendo hacerlo de política, porque ya nadie duda de que hoy analizar de un modo contextualizado la cosecha de España, como de cualquier otro país, en los recientemente apagados Juegos de Sydney, es adentrarse en el campo de la política general española y en el más amplio todavía de nuestra presencia política, económica y cultural en el mundo entero.En Barcelona obtuvimos 22 medallas; en Atlanta, 17, y en Sydney, 11. Si comparamos los datos de 2000 con los de 1992, nuestros frutos medallistas se han reducido a la mitad; la diferencia no es tanta, aunque es también considerable con respecto a la de 1996. Un cierto sabor a otros tiempos de pura comparsa olímpica ha rebrotado en estos días. Creo que sería injusto que cuajase, porque al respetable número de 11 medallas hay que añadir el casi título de campeón en el logro del cuarto puesto y, en suma, la situación en poco se asemeja, salvo en parcelas concretas, a la que reinaba antes de la cita de Barcelona. A pesar de lo cual, el paso atrás que ha supuesto para el deporte español la competición australiana y el ahondamiento de la separación con respecto a países a los que miramos como punto de referencia (Italia, Francia) ha sido indudable.

Esta situación aconseja, a mi juicio, pararse y, sin rasgamientos de vestiduras, reflexionar para actuar en consonancia con lo así concluido. Tal proceder es, además, imprescindible si no se quiere correr el riesgo de que el enorme salto hacia delante que dio el deporte español con motivo de Barcelona 92 se vaya achicando cada cuatro años, cosa que, se mire por donde se mire, incluso los más optimistas deben reconocer que empieza a tomar cuerpo.

Ante este panorama, la propia ministra de Educación, Cultura y Deporte, Pilar del Castillo, afirmó en tierras australianas, cuando se veía que la cosecha medallista iba a ser menor que la pregonada, que "estos Juegos suponen un fin de ciclo para el deporte español". Estoy de acuerdo. Tan de acuerdo estoy que, como toda nueva etapa requiere sólidos cimientos para ser emprendida del mejor modo posible, me atrevo a esbozar los principios básicos sobre los que, según mi limitado parecer, se debería construir esta nueva fase del deporte español.

Me parece trascendental renovar el principio de la atención continuada del sector público por lo olímpico. En estos últimos años esta atención, salvo excepciones, se ha aflojado al abrigo de la idea de que, tras la cita de Barcelona, ya nos habíamos instalado para siempre en la élite olímpica y que, en consecuencia, el esfuerzo político, económico, social y educativo necesario para llegar a tan alta meta estaba ya hecho. Nada más desacertado. Esta mentalidad debe dejar su lugar a una atención continuada de lo público hacia lo olímpico. Esta afirmación vale tanto para el Gobierno como para las Cortes Generales, que se han mostrado bastante desinteresadas por esta materia en los últimos tiempos. En tal sentido, constituiría un sólido comienzo para una nueva etapa que ésta arrancara con un debate en el órgano competente del Congreso de los Diputados, al que siguieran las recomendaciones conclusivas oportunas, respaldadas, además, por cuantas más fuerzas políticas, mejor. Dicho en otras y pocas palabras, la política deportiva, particularmente en su faceta olímpica, ha de tomar de nuevo el importante lugar que le corresponde dentro de la política general en España.

El principio de continuidad de las autoridades deportivas y de sus planes debe instaurarse. Hablo de que se instaure porque en los últimos años hemos asistido a un vaivén de secretarios de Estado de Deporte cuya valía personal y planes deportivos no han impedido su traslado a otras funciones. Hay que nombrar a la persona adecuada, y, una vez aprobados sus planes, dejar que su labor rinda frutos, es decir, hay que dar tiempo al tiempo.

La revitalización del principio de coordinación del deporte de base y del deporte de élite es inaplazable. El gran impulso que este último recibió ante los Juegos de Barcelona no se correspondió con otro equivalente para el deporte base. Tras 1992, el deporte base tampoco ha recibido la atención que merece bajo todos los puntos de vista, y el de élite ha vivido en buena parte de los réditos del esfuerzo de hace dos olimpiadas. Además, en manos competenciales de distintas administraciones (estatal y autonómica), los vasos comunicantes que deben constituir estos dos tipos de práctica deportiva se han atorado bastante. Es inesquivable, pues, un plan de impulso del deporte base al que acompañe otro de coordinación y unión simbiótica con el de élite, que tan enorme proyección tiene sobre lo olímpico.

El principio de eficacia en la utilización de las instalaciones deportivas ha de fortalecerse al máximo. Los aires previos a Barcelona 92 trajeron consigo un enorme esfuerzo inversor en instalaciones deportivas, campo donde se ha avanzado lo indecible. Sin embargo, la eficacia en la utilización de estas instalaciones ha sido, como regla general, deficiente. Es hora de elaborar un plan de utilización intensiva de tales instalaciones que, conectado con lo escolar y lo universitario, evite situaciones como las de una magnífica pista de atletismo en los extrarradios madrileños que tiene entre sus usos frecuentes servir para que paseen por allí personas de la tercera edad, y como la del Centro de Alto Rendimiento de Sierra Nevada, que languidece preso de la desatención.

El principio de la especialización en determinados deportes debe implantarse de forma más vigorosa que hasta ahora. El abanico de deportes olímpicos es tan amplio que empieza a ser imposible intentar abarcarlos todos con la altura requerida. En el caso de potencias de tipo medio como España, se impone una selección para concentrar los esfuerzos de todo orden en los que resulten así escogidos.

Todo lo anterior debe culminar en una reformulación y en un nuevo impulso del programa ADO (Ayuda a los Deportes Olímpicos), que tan buenos resultados deparó en su momento. La selección de deportes y de objetivos dentro de éstos, la fijación de metas exigentes y continuadas, el control periódico del cumplimiento de lo programado y de sus sucesivos frutos, todo ello acompañado de la búsqueda denodada de patrocinadores, han de ser, entre otros, puntos de referencia en los que se funde la adaptación a la nueva etapa que comienza.

España necesita unos resultados olímpicos acordes a la importancia política, económica y cultural que hoy ha alcanzado en el mundo. Estamos en el momento de trazar un buen plan del viaje de Sydney a Atenas, que, con Barcelona al fondo, coloque a nuestro país a la altura olímpica que le es propia. Hay que ponerse a ello con reflexión, sin prisa, pero sin pausa. El viaje que se anuncia es menos largo de lo que ahora parece.

Luis María Cazorla es catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Rey Juan Carlos y miembro de la Comisión Jurídica del Comité Olímpico Internacional.

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