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Tribuna
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La revuelta de los Estados

El cambio incesante parece estar en el corazón de la civilización global contemporánea. Por ello, los países que consideran sus realidades internas como sacrosantas son incapaces de asimilar los cambios o de prever su dirección. Para ellos, los cambios son algo irracional, incluso catastrófico.Como vimos recientemente con las recientes protestas en contra del FMI en Praga, y con las protestas callejeras en contra de la Organización Mundial del Comercio en Seattle el año pasado, esos temores se están extendiendo. Cada vez más, la gente considera al cambio no como algo que enriquece su libertad y su dignidad, sino como una fuerza que promueve la avaricia y la injusticia. Al concentrar tanto la riqueza, la globalización produce más amenazas que oportunidades. Las dificultades para transferir conocimientos y nuevas tecnologías del centro a la periferia, por ejemplo, amplían las desigualdades económicas y someten a algunos países a una nueva forma de colonialismo. Viendo eso, mucha gente teme que una nueva clase dominante manipule la globalización, en forma intolerable, para su propio beneficio.

Al limitar las perspectivas de crecimiento para mucha gente, el orden económico actual es inconsistente con los ideales de la gran revolución democrática de nuestro siglo, la cual afirma que ningún habitante del mundo debe quedarse atrás. Para esos pueblos y países que ahora están marginados del proceso de desarrollo tecnológico, producción e intercambio creo que sólo existe una opción viable: una nueva afirmación de sí mismos como Estados independientes integrados regionalmente de todas las formas que les sea posible.

Sólo con independencia se da la confianza para una mayor participación, y una mayor participación significa una mejor gobernabilidad, tanto en el orden internacional como al interior. La ingobernabilidad surge de los intentos por mantener el control sobre pueblos y lugares que se encuentran marginados para participar en las decisiones que determinan sus vidas cotidianas. Tanto ciudadanos como países se vuelven "ingobernables" cuando se consideran instrumentos pasivos de las decisiones que toma una élite cerrada que gobierna transformándolos en una "masa" muda.

Los individuos libres -ciudadanos libres, Estados libres- son los verdaderos protagonistas de la gobernabilidad. Sin una responsabilidad plena e igual, no puede haber gobernabilidad duradera. Eso es los que los fundamentalistas del mercado, los asesores financieros y los tecnócratas no logran entender. No se puede excluir a países, ciudadanos, usuarios, consumidores, productores, trabajadores, empresarios y profesionistas de la toma de decisiones que tienen consecuencias sustanciales sobre sus vidas y sobre sus metas, e incluso sobre los valores mismos de la sociedad.

La gente en los Estados Unidos y en Europa occidental reconoce que la continuidad de sus sistemas democráticos ha mejorado su prosperidad. En contraste, nosotros en América Latina y Europa oriental sabemos que la democracia tiene problemas para sobrevivir en tiempos de crisis, pobreza y aislamiento. Preservar los valores democráticos es difícil cuando existen sectores amplios que no se pueden integrar al mercado global, cuando la miseria borra la dignidad humana y cuando la falta de opciones hace que la libertad pierda su significado. Es, en efecto, una amarga paradoja que las democracias desarrolladas utilicen el poder de la globalización para castigarnos comercialmente al discriminar a nuestros ciudadanos y nuestras exportaciones.

En los Estados individuales, la protección del débil se logra con la aplicación igualitaria de las leyes. Esto también debe convertirse en una realidad en las relaciones internacionales. Pero para crear un orden internacional basado en la ley, y no en la fuerza -ahora que la fuerza económica ha desplazado al poderío militar-, es necesario reforzar el multilateralismo y extenderlo no sólo al campo económico, sino también al político. Sólo la cooperación entre naciones libres e iguales puede lograr que esto suceda.

Relacionado con lo anterior está el hecho de que, hoy en día, el desarrollo económico depende menos de un país en particular y más de la integración regional, que puede ser útil para evitar los efectos negativos de las especulaciones financieras que la globalización fomenta. Así, el mundo necesita, a nivel regional, facilitar la integración sobre la base de una democratización económica general: compatibilidad de divisas, libre comercio, reglas compartidas y, más que nada, la voluntad común para fijar las reglas del juego de acuerdo con los intereses de la región entera. Sólo una cooperación de ese tipo puede garantizar una base política sólida para la integración.

Mientras un país esté subordinado a las fuerzas descontroladas de la globalización, su futuro está en manos extranjeras. Pero al estar de acuerdo en abrir las economías regionales a las importaciones, los países pobres y en desarrollo deben tener cierta oportunidad de proteger a sus industrias nuevas. Hay justicia en esto, sobre todo dada la hipocresía de aquellos países que proclaman su fe en el libre comercio, mientras que a diario rezan en el altar del proteccionismo.

Todo el mundo acepta que el mercado necesita reglas para evitar deformaciones como los monopolios y los oligopolios. Pero el monopolio de la riqueza es igual de pernicioso. El Estado no debe abandonar su papel redistribuidor; tampoco puede dejar en manos del mercado sus tareas de desarrollo. De hecho, una vivienda y una educación de calidad, las pensiones y el seguro para el desempleo, un sistema de salud moderno y servicios sociales familiares no deben ser los frutos de una democracia establecida, sino las condiciones para la consolidación y la supervivencia de la democracia.

Cualquier programa que se base en el egoísmo y la injusticia generará necesariamente fuertes corrientes de disolución social y de inestabilidad. El gran reto es aumentar la igualdad y, para ello, el Estado, que la globalización afirma haber derrocado, es vital. Sólo el Estado puede establecer impuestos progresivos, regulaciones adecuadas sobre los servicios públicos privatizados, apoyo para las pequeñas y medianas empresas, mayor eficiencia en el gasto público y una mejoría sustancial en los sistemas educativos y de salud. Es la obligación innegable del Estado garantizar los beneficios de la seguridad social a todos los habitantes de un país.

La consigna marxista era que los trabajadores del mundo se unieran. Nunca lo hicieron, pero ahora estamos viendo una globalización de la solidaridad, del apoyo para patrones regionales cooperativos y la necesidad de repensar las agencias internacionales y lo poco práctico del aislamiento. Sin esa solidaridad, nos dirigimos hacia un mundo sin centro, sin autoridad, sin orden; un mundo gobernado por una mafia globalizada en donde lo oficial y lo clandestino se encuentran. La lógica del poder en ese mundo futuro será implacable contra quienes renuncien a su voluntad de autodeterminación. Para mantener esa voluntad debemos luchar contra el temor de ir en contra de la ortodoxia política prevaleciente de la globalización inevitable. El único pez que siempre nada con la corriente es el que está muerto.

Raúl Alfonsín ha sido presidente de Argentina. © Project Syndicate.

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