Un punto de vista paralitizado
En La ventana indiscreta, una de las películas mayores de Hitchcock, la narración resulta poco verosímil si el espectador no acepta -cosa, por lo demás, improbable- que se atiene casi exclusivamente al punto de vista fragmentario de un estupendo James Stewart -Jeffries en esa ficción, si no me falla la memoria- inmovilizado en su apartamento por una aparatosa escayola. En lo que tiene que ver con la sustancia del relato, ese punto de vista sólo se abandonará en una ocasión, cuando el mirón se convierte a su vez en objeto de la mirada del vecino a quien ya el espectador presume asesino de su esposa. Es una técnica en casi todo parecida a la de las películas de submarinos, una moda ahora remozada, en la que resulta improbable ver en un mismo plano la proa sumergida del sumergible y la del destructor que lo persigue, ya que un recurso de esa clase desorientaría de manera grave a un espectador al que hay que llevar siempre más o menos de la mano para que acepte sin reservas la convención que se le ofrece. Tal vez por eso se atribuye al cine de voluntad surrealista un carácter anticonvencional, en mi modesta opinión con poco fundamento, ya que se trata de sustituir un cierto número de convenciones por otras.También en narrativa el autor al que se denomina omnisciente trata de establecer una cierta complicidad con el lector echando mano de un punto de vista o de una cierta sucesión de ellos, costumbre tan mal entendida por la irrupción en la escena interpretativa de esa tediosa pasión estructural, tan propia de profesores universitarios acuciados por protocolos de currícula, que localiza en el acto de leer hasta una docena de instancias personales distintas (desde la enunciadora a la enunciativa, pasando por la narratoria, la narrativa, la narratología y toda la procesión de etcéteras derivados que el aburrido lector desee) lo que parece más próximo de la reflexión demográfica que de la relación del lector con el escritor más de su gusto. Es posible que una diferencia de peso entre el novelista y el narrador sea que el primero puede acomodar el punto de vista de su relato a las circunstancias que considere más adecuadas para su eficacia, ya que el lector adicto no requerirá de grandes esfuerzos para regresar a las páginas donde esa transición se produce, mientras que el guionista debe estar más pegado a los trucos fundadores de un oficio que rara vez puede permitirse un quiebro de importancia, so pena de dejar al espectador común en la más completa oscuridad acerca de sus propósitos, algo que en ocasiones el cineasta de pretensiones europeas buscará deliberadamente, como si la oscuridad de la sala de cine fuera el lugar más adecuado para impartir recónditas lecciones de sabiduría estructural ajenas a la transmisión de las emociones de taquilla. Tanto los protagonistas de la narrativa actual como los del cine actúan movidos por una serie de convenciones de respeto con el fin de evitar a sus degustadores de pago una ácida impresión de fraude, pero si algo se echa de menos en nuestra actual vida política no es esa traslación del punto de vista que convertiría en apasionante un interés convencional, sino la parálisis de un pobre repertorio de guiños de colegial que rinden un rácano tributo a los esplendores que -según consenso general, y no será debido a programas televisivos como El Bus- estarían al acecho para asaltarnos en las vísperas del siglo siempre venidero.
Todos los siglos están condenados a rendirse o a iniciarse, y ya estamos -fabulación que tanto conviene a sus instigadores- en el siglo por venir, aunque lo más interesante es la ficción que sucede en las postrimerías. Que aquí no son otras que la parálisis de un engorroso guión reiterativo que lleva al arzobispo García Gasco -pareja de hecho de Cristo, más o menos- a defender utopías medievales sobre la legislación de las parejas de hecho, donde Rafi Blasco jugaría el papel de utópico marxista con su mano izquierda mientras que su derecha repone a las monjitas lo que es suyo, sin olvidar a un Zaplana que ha aprendido de su mentor Julio Iglesias el truco de protagonizar por delegación gloriosos eventos deportivos a los que no ha sido invitado, ni la afición de ex Ciprià Ciscar por hacerse pasar por ni ganador ni perdedor de los movimientos en la oscuridad que protagoniza (tan lejos de un perdedor a lo Humphrey Bogart y cada vez más cerca del entrañable Antonio Ferrandis), ni la afición de la eterna aspirante María Consuelo por recuperar la tipografía o topología o antropología de mercado central de su Gólgota personal del bracete de su incansable marido, cegado por el insulto escrito a la otra Consuelo, porque en su corazón de bolsillo no cabría más consuelo que el que le alimenta. Argucias de unas convenciones que aspiran a esclavizar la atención puesta en lo político, como si alguien conservara todavía el interés por esa clase de aventuras domésticas y no fuera preciso tomarse un respiro por si conviene romper con ellas y rumiar las ventajas que podrían obtenerse en el descanso.
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