Sáenz de Oiza, el cerrajero del cielo
El cerrajero del cielo. Tal podría ser la definición más ajustada a la figura del arquitecto navarro Francisco Javier Sáenz de Oiza, fallecido a los 82 años el pasado verano en Madrid, ciudad para la que ideó algunos de sus edificios más singulares, como las Torres Blancas, El Ruedo de la M-30 o el rascacielos del Banco de Bilbao Vizcaya del paseo de la Castellana, 81. Los arquitectos madrileños, convocados por su colegio profesional, rindieron tributo a su memoria este jueves con una conferencia seguida de coloquio concelebrada por seis facultativos veteranos en la sede colegial de la calle de Piamonte.El salón de actos de la Fundación del Colegio de Arquitectos se encontraba lleno a rebosar: estudiantes, jóvenes profesionales y arquitectos consagrados como Fernando Higueras, Jaime Tarruel, Joaquín Roldán y Amparo Berlinches. También asistía María Felisa Guerra, viuda del arquitecto navarro.
Como panelistas figuraba un puñado de alarifes de primera línea de la arquitectura de Madrid como Fernando Chueca, José Luis Arana, Ricardo Aroca, Javier G. Mosteiro, Manuel López Peláez y Alfonso Valdés. Muchos de ellos trataron en vida de tú a tú al maestro recién desaparecido, unos como alumnos suyos en el seno de la Escuela de Arquitectura de Madrid, otros como colegas en el ejercicio profesional, si bien todos pusieron de manifiesto su magisterio intelectual y moral. "Nos formó como arquitectos y como personas", dijo Javier G. Mosteiro, que anunció un inminente número monográfico de la revista Arquitectura dedicado a la última gran lección pública dada por su maestro.
Alfonso Valdés Ruiz de Asín, que trabajó durante años en su estudio madrileño, perfiló "el carácter dual de Sáenz de Oiza, su simultánea condición de cantero y ebanista, de constructor y de poeta". Manuel López Peláez definió la personalidad del homenajeado como "caleidoscópica", y de su pensamiento dijo que se hallaba signado por la idea de flexibilidad. "Era capaz de tratar con elementos de distinto origen sin crear nunca problemas de coherencia", señaló. "Para él, no dejar nunca cerrado un proyecto era un rasgo de valor", añadió. Y destacó que en él se aunaba el sentido artístico del arquitecto Gropius, la elegancia estructural de Mies van der Rohe y de Kant, uno de sus pensadores preferidos, la fuerza de la forma. José Luis Arana, catedrático de la Escuela de Arquitectura, glosó la actitud "socrática" de Sáenz de Oiza como "partero de ideas", resaltó su receptividad ante todo cuanto implicara innovación, también "su capacidad personal de fascinar", e hizo hincapié en que expresaba hacia sus alumnos "una admiración insólita en otros enseñantes". Ricardo Aroca, que fue alumno suyo y proyectista en las Torres Blancas, destacó hitos de la carrera académica del homenajeado, desde sus comienzos en el año 1949 en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid, como profesor de Salubridad e Higiene de Edificios y su paso por la cátedra de Proyectos, hasta la etapa de su dirección de la Escuela en 1982. Aroca incluyó en su relato la petición de excedencia de su maestro por disentir del resultado de una oposición, hecho que le alejó de la enseñanza unos años. Y bromeó con las gestiones desplegadas por sus discípulos "para conseguir ante el rector de la Politécnica, a la sazón Portaencasa, que le asignara la dirección de la Escuela de Madrid. "Uno sentía que con Sáenz de Oiza todo era personal", rubricó Aroca. Fernando Chueca, presidente del Colegio de Arquitectos, definió al arquitecto navarro como "ígneo, volcánico y poderoso"; acentuó su carácter "secreto, misterioso y contradictorio, insatisfecho consigo mismo", insatisfacción en la que situó su sed creativa. Sintetizando la idea de dualidad paradójica subrayada por los otros conferenciantes, Chueca enfrentó las Torres Blancas al rascacielos del BBV como edificios caliente y frío, respectivamente, y del complejo circular de viviendas de la M-30 subrayó: "Su fachada y su interior son simultáneamente corteza y almendra: por su espíritu genial, cualquier audacia le era permitida". Tras parangonar su osadía con la de Gaudí, Chueca dijo: "Sáenz de Oiza debe formar parte de la mitología de nuestra profesión".
Del sótano a las estrellas
Andarín, ciclista, propietario de un Morgan descapotable. Emboscado en el pensar del griego Heráclito, en la poesía del estadounidense Whitman, en los ensayos del francés Bachelard. Relojero y teórico y práctico de la fontanería. Inductivo. Ideador de viviendas sociales, también de rascacielos. Entusiasta, iracundo y tierno. Padre de siete hijos. Esposo de María Felisa Guerra. Tal ha sido, según amigos y rivales, Francisco Javier Sáenz de Oiza, constructor y maestro de arquitectos, fallecido en Madrid el pasado mes de agosto. Había nacido en la navarra Cáseda en 1918. Arquitecto y profesor en Madrid desde 1949, emérito hasta su muerte, en 1999 la mayor parte de los profesionales madrileños designó su edificio del BBV de Castellana, 81 como el más singular de Madrid. Según ellos, Sáenz de Oiza ha sido uno de los mejores profesionales y profesores de Arquitectura de cuantos han vivido y trabajado aquí a lo largo de la historia de la ciudad. Troqueló sus enseñanzas con la impronta de una personalidad de un vigor intelectual y de un furor constructivo irrepetibles. Era capaz de consagrar sus mejores pensamientos a idear una alternativa a las llaves de cerraduras, o a la obtención de un sistema de ventilación para el cuarto de las basuras. Su definición de la Arquitectura la dió a algunos alumnos en la siciliana Taormina: "Se trata de transformar ese paisaje de cabras, en un paisaje de hombres", les dijo. Y Alfonso Valdés, discípulo suyo, cuenta: "Hincaba sus torres en el suelo porque siempre creyó que debían emerger de lo profundo, para remontarse hasta el cielo".
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