Justo
LUIS GARCÍA MONTEROEl alma es el lugar de las obsesiones, una geografía tímida y persistente en la que el paso líquido de la existencia llega a convertirse en una realidad sólida. Si no fuera por nuestras obsesiones, la memoria tendría que viajar por el tiempo con una maleta abierta y sin equipaje, los ojos se aplastarían sobre la realidad como una lente desenfocada y las palabras acabarían respirando una atmósfera demasiado pura, casi inservible para la vida. Las obsesiones saben que nuestra memoria es un almacén amortiguado y pegajoso en el que se enredan los detalles más imprevisibles, convierten nuestros ojos en un estilete que corta de manera precisa la realidad y le dan a las palabras ese aire cargado que necesitan para sentirse cómodas y definirse en un estilo. Somos seres inteligentes, dueños de una mirada y un estilo, gracias a nuestras obsesiones.
Justo Navarro es uno de los escritores más inteligentes que conozco. Las columnas que escribe en este periódico escogen los detalles de la realidad con una sabiduría microscópica, fieles a la obsesión de su mirada. Un fragmento, una esquina del mundo, la penumbra de las historias, sirven para crear una atmósfera, un estilo en el que respiran las palabras. Los buenos columnistas no se aplastan sobre la actualidad, no se disuelven en los temas, en la importancia de los acontecimientos, sino que ofrecen la respiración de una mirada, la forma de elegir un golpe de vista y un recuerdo. Cuando escribía poemas, Justo Navarro cortaba los versos con el mismo estilete certero de su inteligencia, con la misma exactitud obsesiva de sus ojos. Después empezó a publicar novelas y se llevó al argumento de las ficciones esa pulcritud de silencios y palabras que transforman su mirada en sintaxis. Para un ser con recuerdos y sueños repetidos, las actualidades tienen siempre una profundidad de ficción y las ficciones una exigencia de realidad necesaria.
Justo Navarro acaba de publicar El alma del controlador aéreo (Anagrama), una novela en la que el protagonista camina por las calles de una ciudad que se detiene en sus movimientos y que se mueve en su quietud. La vida sólo cambia en las repeticiones, en el alma obsesiva de sus protagonistas. Son las paradojas del arte y del alma, dos milagros que existen porque llegan a darle valor objetivo a las obsesiones particulares. Justo Navarro evoca una ciudad, Granada, con datos y señales, con nombres de calles y de cafeterías, con ambientes exactos y atardeceres reconocibles. Sin embargo, esa Granada se hace definitivamente real al convertirse en el paisaje íntimo de un protagonista que la devora con sus obsesiones, con sus recuerdos, con las imágenes de una muerte, de una mujer o de una convalecencia sentimental. La realidad es un monólogo interior, la negociación secreta y el pacto firmado entre el miedo y el deseo. La literatura nos convence al enseñarnos el paisaje de estas negociaciones, al recordarnos el monólogo interior de nuestros deseos y nuestros miedos, la profundidad selectiva de nuestra mirada. Justo Navarro ha escrito sobre la ciudad de todos porque se ha apoderado de una ciudad, la ha hecho suya, la ha convertido en la materia de unas obsesiones, en el laberinto de su protagonista.
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