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La provocación se instala en el arte

Isabel Ferrer

A simple vista, la londinense Royal Academy parece una venerable institución dedicada al estudio, conservación y exhibición de obras de arte. Una selecta sala de exposiciones que ha organizado muestras impecables como la dedicada el año pasado al pintor Claude Monet, visitada por 735.000 personas. Mirado con mayor detenimiento, el centro tal vez sea también el principal exponente del ingenio y la perspicacia aplicados al servicio de las corrientes artísticas contemporáneas en el Reino Unido. Picasso, Van Gogh y el propio Monet continúan siendo valores seguros, pero la impresión causada por este último a la sociedad decimonónica gala con sus pinceladas ya no basta. Para ganarse hoy al público es preciso perturbarle, conmocionarle incluso con imágenes atroces arropadas por el afán de notoriedad y la publicidad constante que rodea a los artistas que las firman.Una tendencia ésta cada vez más arraigada en el Reino Unido y que la Royal Academy ha sabido aprovechar. En 1997, la exposición Sensaciones: jóvenes artistas británicos de la colección Saatchi atrajo a 300.000 personas. Todo un récord para el arte contemporáneo; el único que no pretende devolver una imagen "estética o preciosa" del mundo, según Norman Rosenthal, supervisor de las muestras de la sala. Al éxito del evento contribuyeron sobre todo dos factores. Por un lado, la notoriedad adquirida por algunos de los jóvenes artistas británicos más polémicos, que han transformado sus vivencias en el argumento constante de su obra. Por otro, la enorme atención prestada estos días por la prensa a las exposiciones, pero sólo si sobresaltan al espectador.

Tracey Emin -de la que sus detractores siempre dicen cosas como "¡qué pena! Por qué hará estas cosas, con lo bien que dibuja"- representaría la primera variable. Su ascenso a la fama le llegó con una de sus obras más llamativas y al mismo tiempo íntimas. Se trataba de su propia cama, sucia, revuelta y convertida en el retrato certero de su estado de ánimo después de haber atravesado una depresión. Los críticos no pararon de hablar de su repulsivo a la vez que turbador lecho. Ella aprovechó el tirón sin vergüenza y acaparó el resto de la ecuación; esto es, la publicidad. Apareció en todas las portadas de la prensa durante semanas. Su más reciente aportación al acervo nacional ha sido la caseta de baño de madera donde ha vivido también momentos duros. Para añadirle dramatismo al objeto, despintado y sin retoques aparentes, ha cedido una foto en la que aparece dentro, encogida y desnuda.

Emin no ha sido la primera en impresionar al público para deleite de los expertos, incluidos los menos favorables a su peculiar forma de expresarse. El padre de la provocación que parece dominar el arte contemporáneo británico es el ahora famoso Damien Hirst. Después de levantar iras y aplausos a partes iguales, sus corderos y cabezas de vaca conservados en formol forman casi parte del imaginario colectivo. Una de sus últimas creaciones es un modelo gigantesco y desmontable del cuerpo humano como los utilizados en las clases de anatomía. Ajeno a las acusaciones de plagio -la pieza es igual a las utilizadas en colegios y facultades de Medicina-, Hirst sigue su avance imparable por la escena artística patria.

Pero como las salas de exposiciones no pueden depender de uno o dos artistas polémicos, la Royal Academy se ha abierto esta temporada a un grupo más internacional de creadores. El título de la muestra que les dedica no oculta sus intenciones. La provocación parte del título mismo: Apocalipsis, belleza y horror del arte contemporáneo. Un resumen certero del espíritu del tiempo que ha intentado captar con piezas tan variadas como una pagoda de cristales líquidos, una figura de tamaño natural del papa Juan Pablo II abatido por un meteorito, o bien una visión del mal a través del infierno del holocausto. La entrada misma a las distintas salas que albergan el conjunto debe hacerse a través de la estrecha puerta de un desván imaginario. Una forma de preparar el ánimo para la deseada conmoción que acompañará la visita.

De momento, los críticos coinciden en que el intento es sincero y poco más. Tanto susto ha acabado por aburrir, pero el objetivo de la sala se ha cumplido con creces. Incluso cuando las opiniones son poco amables, el público acude gracias a la publicidad. Algo parecido a lo que ocurre con la Tate Modern, la nueva galería a la orilla del Támesis, que debe parte de sus dos millones largos de visitantes a las incontables y buenas críticas.

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