Vidas segadas en el salón de los Pasos Perdidos
David Veiga apenas conserva de su padre "dos imágenes sueltas en la cabeza y las fotos de casa. Nada". Tenía cuatro años cuando ese hombre de las fotos, el sargento de la Guardia Civil especialista en desactivación de explosivos José Luis Veiga Pérez, de 40 años, fue asesinado por ETA con una bomba trampa que también mató a los guardias Victorino Collado Arriba y Agustín Pascual Jové en un camino de Vitoria. Hoy mismo se cumplen 16 años de ese atentado. Ayer recibieron el reconocimiento civil como víctimas del terrorismo. Ellos y 250 personas más, todos con al menos una pérdida que lamentar y muchos años de espera que contar.Cientos de familiares de algunas de las 796 víctimas de la violencia terrorista que ha marcado a España durante los últimos 32 años acudieron ayer al Congreso de los Diputados a recoger la Gran Cruz del Reconocimiento Civil a víctimas del terrorismo. Llegaron alegres, satisfechos, muchos de ellos entonando un por fin. Y salieron tristes, compungidos, recordando escenas que nunca quisieron vivir y deseando que ninguna otra persona tenga que pasar por lo que pasaron ellos.
La lista oficial facilitada por el Ministerio de la Presidencia computaba 254 reconocimientos para ayer, de un listado de 304 familiares de víctimas que han solicitado la Gran Cruz y ya la tienen otorgada. Entre tanto sufrimiento estaba el de una persona que reunía la triple desgracia de haber perdido en un aciago 25 de octubre de 1986 a sus padres y a un hermano. "Yo tenía 19 años cuando pusieron una bomba en el coche de mi padre, que era el Gobernador Militar de Guipúzcoa", recordaba Ignacio Garrido Velasco, hijo de Rafael Garrido Gil y Daniela Velasco Domínguez de Vidaurreta, y hermano de Daniel Garrido Velasco, asesinados por ETA en San Sebastián. "Ahora tengo una sensación de gran alegría y de honor por el hecho de que el Estado reconozca a todos los familiares de las víctimas. No es que ayude a superarlo pero es una alegría", aseguraba Ignacio, para quien sería necesario que "todos cedieran para que este asunto termine como sea".
Nada hasta hoy
Ignacio tiene el recuerdo más vivo que David, o que Cristian Matías, que aún no había nacido cuando mataron a su abuelo, Manuel Albizu, un taxista de Zumaia al que los terroristas acusaron de ser confidente policial. "Cuando ocurrió yo aún no había nacido. Luego te vas enterando de la falta, te lo van contando y ves que es un acto terrorista, pero tampoco te inculcan odio porque con el odio no puedes vivir. Y lo intentas llevar de la mejor manera posible", proclamaba satisfecho el día en que, por fin, ha recibido el reconocimiento que su familia esperaba desde hacía años: "Hoy es cuando he recibido algo, un reconocimiento; hasta el día de hoy no he recibido nada; bueno pensiones sí, pero ningún reconocimiento, ni del Gobierno del Estado ni del vasco".La misma sensación de que el homenaje llega tarde, aunque ha llegado, invadía a la mayoría de las víctimas. "Llevamos mucho tiempo esperando, pero somos muchos, desgraciadamente. A mi marido le hicieron lo de siempre; lo mataron de un tiro en la nuca en la puerta de mi casa, junto a una iglesia, en Madrid. Horrorizada he estado todo este tiempo y espero que ahora reflexionen y no sigan matando, que no dejen a más gente sin marido", lo contaba la viuda de Ángel Nieto Cuesta. "Hoy se me han revuelto muchas cosas". Apenas podía hablar de la emoción.
Como Consuelo Garrido, la madre de Miguel Ángel Blanco, que ayer sintió "el apoyo de la gente", más allá de la marea de indignación y deseos de paz que levantó el asesinato del concejal popular de Ermua. O como Eloísa, la hermana de Jesús Pascual, asesinado el 5 de octubre de 1975, "triste y contenta" a la vez.
O como Gerardo García, que casi se ahogaba en sus sollozos en la antesala del salón de los Pasos Perdidos del Congreso, al que no pudo entrar por culpa de la silla de ruedas a la que vive atado ahora: "Mi padre se merecía este homenaje y hemos tenido que esperar muchos años".
Su padre era Gerardo García Pérez. "Mi padre falleció hace muchos años en la bomba de la calle Correo, enfrente de Correos. Era un trabajador, que tenía su puesto de trabajo cerca de la cafetería". Murieron el padre de Gerardo y 11 personas más, en la ya desaparecida cafetería Rolando, donde solían tomar café muchos policías que trabajaban en la entonces llamada Dirección General de Seguridad, situada en el edificio de la Puerta del Sol donde está el reloj que marca el cambio de año en España. "Él sólo pasaba por allí".
Gerardo García nunca pensó que podía morir víctima de la violencia terrorista. Ni el joven Arturo Ruiz García, asesinado por la ultraderecha el 23 de enero de 1977 durante una manifestación en Madrid por la libertad y la amnistía. Pero José Ramón Muñoz Fernández sí lo supo. Tuvo una premonición la noche del 26 de marzo de 1990. "La víspera de que lo mataran me dijo: 'Que sepas que yo sé que me he jugado la vida, pero soy médico y soy cristiano y por encima de todo cumplo con mi deber, que eso te ayude a ti y a los hijos a seguir adelante". Supo que iba a morir porque tomó la decisión de alimentar a los presos de los GRAPO en huelga de hambre que fueron ingresados en el hospital de Zaragoza del que era jefe de departamento.
Su viuda, María Josefina Yangüela, mostraba así lo que ayer sintió y recordó: "Estoy muy emocionada y muy triste a la vez porque es un homenaje a mi marido, que era médico y perdió la vida por salvar a sus asesinos. Es un reconocimiento a él como persona, que sabía que se jugaba la vida, pero tuvo que cumplir con su deber. Él sabía que perdía la vida y me lo dijo. Ésto es para él, que se lo ha merecido, que hoy va a ser abuelo por primera vez. Desde el cielo nos ayudará".
Padres, madres, maridos, hijos, tíos, abuelos, nietos... "Fue hace muchos años y yo tenía tres añitos. Mi padre era José Ignacio Aguirrezabalaga, y no tenía nada que ver. Era un ciudadano de Zumaia, que estaba trabajando, que ganaba su sueldo, que era camarero como yo y como mi madre". Jon Aguirrezabalaga tiene 18 años y un mensaje que lanzar: "Tendrían que salir todos a la calle y gritar ¡basta ya!".
Que se acabe de una vez, no más muertos, pedían todos. "Espero que después de 20 años llegue la paz a mi casa, aunque este reconocimiento llega tarde, porque hemos estado muchos años abandonados. Lo que sí espero es que no tengan que darle esta medalla a nadie más", rogaba la hija del teniente coronel jubilado de la Guardia Civil Luis Cadarso Sanjuán. "Me lo mataron en el portal de mi casa, cuando iba a comprar el periódico; ése era todo el daño que hacía".
El primer sentimiento
Las víctimas coincidían en el dolor del recuerdo redivivo y en el olvido de la rabia, de los deseos de venganza que les invadieron cuando una llamada de teléfono, una noticia en la radio o la visita de un familiar les dijo que el terror había quebrado sus vidas. "Lo primero que se siente cuando te matan, cuando matan a uno de los tuyos es rabia, luego piensas muchas barbaridades, pero con el tiempo se aprende que la serenidad y el Estado democrático son lo único que va a acabar con esto, porque cualquier otro punto de vista les hace el juego a ellos", aseguraba el escritor Daniel Múgica, sobrino del asesinado Fernando Múgica Herzog, cuyos familiares acudieron casi en pleno al homenaje de ayer.Los familiares de Daniel López Tizón también albergaron deseos de venganza. Al principio. "Ahora quiero justicia, que funcione y que cumplan las condenas enteras y que acabe esto que no va a ninguna parte", clamaban los familiares de Daniel López Tizón, guardia civil asesinado. "Estás continuamente viendo lo que ves y no le ves un fin, no sabes lo que quieren. Si se pueden conseguir las cosas con el diálogo, ¿por qué te matan a traicion? Y todos los demas vivimos con miedo. No es justo, menos en una democracia".
"No nos podemos vengar, porque somos personas y demócratas y hay que aguantarse. No nos queda más remedio, aunque los ahogaríamos, pero entonces seríamos animales como ellos", sentenciaba Charo Reina, la mujer del sargento al que su hijo David apenas recuerda por las fotos.
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