FMI y países en desarrollo: ¿final de un desencuentro?
En los últimos años, se han sumado muy diversas y autorizadas opiniones que cuestionan la trayectoria más reciente del Fondo Monetario Internacional (FMI). En ocasiones, la crítica va más allá de la mera discrepancia, para cuestionar la existencia misma del FMI o para reclamar una redefinición de sus funciones. Una parte de esas críticas encuentra su fundamento en el cada vez menos preciso ámbito de actividad del Fondo, cuya frontera, con frecuencia, se confunde con la propia de su institución hermana: el Banco Mundial. Mientras éste permanece fiel a sus objetivos originarios, las tareas que el Fondo realiza en la actualidad resultan notablemente distantes de aquellas que se le encomendaron en Bretton Woods. Como es sabido, en aquel momento se pensó en una nítida división de funciones entre el Banco Mundial y el FMI: mientras el primero debía centrarse en la tarea de captar capital para promover el desarrollo, moviéndose en la financiación de largo plazo, el segundo aparecía comprometido con la estabilidad monetaria y el equilibrio de la balanza de pagos, a través de operaciones de capital a corto plazo. Keynes había subrayado con ironía esta división de funciones, al asegurar que deseaba ver a un inversor expansivo al frente del Banco Mundial y a un banquero conservador y cauteloso en la dirección del FMI.Aquella nítida división de funciones comenzó a desdibujarse con el desmoronamiento del sistema monetario de tipos de cambio fijos, a mediados de los años setenta, y acabó por diluirse tras la eclosión del problema de la deuda externa, al inicio de los ochenta. Desde entonces, el FMI fue desplazando progresivamente el campo de su actividad hacia las tareas de diseño y negociación de planes de ajuste estructural en los países en desarrollo y en las economías en transición. En apoyo a esas reformas desarrolló nuevos instrumentos crediticios propios de una financiación de medio y largo plazo, cuya concesión aparecía condicionada al cumplimiento de los planes de ajuste.
La incursión del FMI en estas nuevas tareas no siempre estuvo acompañada del éxito. El rigor de su intervención en algunos países de Latinoamérica, la sucesión de experiencias negativas en África Subsahariana y su decepcionante papel en Rusia fueron elementos que alimentaron una poderosa corriente crítica frente al proceder de la institución. Desde un amplio sector de opinión se reprocha al FMI la imperiosidad y rigidez de sus terapias, poco permeables a las cambiantes condiciones sociales e institucionales de los países afectados. No se trata de un problema exclusivo de sensibilidad social, sino también de eficacia en la tarea reformadora. Pues, en efecto, el tono fuertemente recesivo de sus recomendaciones tendió a agravar los costes del ajuste, haciendo más tenso e inestable el clima social de los países afectados; la escasa atención prestada a los factores institucionales y su insistencia en el adelgazamiento del Estado, contribuyó a debilitar el marco normativo preexistente, dificultando la gobernabilidad del proceso; y, en fin, el sostenimiento de la estricta condicionalidad hizo aparecer la reforma como una imposición externa (a cambio de ayuda), más que como un objetivo asumido por quienes debían aplicarla.
Las críticas precedentes han sido reconocidas incluso por responsables del propio sistema multilateral, que proclaman -como es el caso de Stiglitz, hasta hace poco economista jefe del Banco Mundial- la necesidad de un cambio de rumbo en la terapia a aplicar en los países en desarrollo. Un nuevo rumbo que comporte una mayor adecuación de la actividad del FMI y del Banco Mundial a la agenda internacional de desarrollo, donde la lucha contra la pobreza ocupa un lugar prioritario. El camino emprendido por Wolfenshon al frente del Banco Mundial parece acorde con este propósito; y, aunque menos nítidamente, también el Fondo se hizo eco de esta nueva orientación en el último periodo del mandato de Camdessus. Al menos tal impresión cabe derivar del cambio motivado en la concepción (más amplia que antaño) y en la forma de elaboración (más participada) de los programas de asistencia a los países más pobres, que significativamente han pasado a denominarse "Estrategias de lucha contra la pobreza". Animado por este nuevo espíritu, Camdessus, sin duda en un exceso de entusiasmo, llegó a definir al Fondo como el "mejor amigo de los pobres".
Semejante deriva del FMI ha suscitado la crítica de diversos sectores, pero muy especialmente de los ámbitos más conservadores de la opinión política y económica. En concreto, se aduce que la lucha contra la pobreza ni estaba en el mandato constitutivo del Fondo ni en las ventajas técnicas de la institución; y, al contrario, compromete su futuro con una indebida exposición al riesgo. A cambio, se reclama que el FMI se repliegue sobre sus tareas originarias, relacionadas con la estabilización y la financiación de corto plazo. De hecho, ésta es una de las propuestas centrales del Informe Meltzer, encargado por el Congreso norteamericano, que recomienda que el Fondo limite sus operaciones a la provisión de liquidez de corto plazo, eliminando tanto los ESAF como su sucesor, el Servicio para la Reducción de la Pobreza y el Crecimiento. El informe parece acorde con las posiciones defendidas con anterioridad por el influyente secretario del Tesoro norteamericano, L. Summers, que había insistido en la necesidad de que el FMI abandonase la asistencia a los países más pobres, concentrando su actividad sobre las tareas de prevención y tratamiento de las crisis. Aunque de una forma menos contundente, el nuevo director gerente del FMI, el conservador Köhler, parece haberse sumado a esta opinión.
Aun cuando se coincida en el tono crítico con el que se observa la trayectoria más reciente del FMI, puede discreparse con la solución que se sugiere desde estas influyentes corrientes de opinión. Es cierto que el grado de éxito del FMI es limitado, pero semejante déficit no tiene por qué resolverse necesariamente a través de la fórmula "menos FMI". Es posible que la solución esté, más bien, en promover cambios en el modo en cómo esa institución afronta sus actuales tareas de asistencia y no tanto en limitar el rango de estas últimas. Existen algunas buenas razones que apoyan esta posibilidad. Para empezar, se ha producido una alteración muy notable en la base de potenciales clientes del FMI. Hace 40 años, los países que podían demandar la asistencia del Fondo eran, preferentemente, economías desarrolladas o en avanzado proceso de industrialización: hoy, sin embargo, entre los clientes del Fondo predominan las economías en transición y los países subdesarrollados, ambos con índices muy notables de pobreza y desestructuración social. Los problemas y las posibilidades de los clientes de antes y los de ahora son diferentes: un aspecto que tiene que ver con las singularidades que presenta la acción estabilizadora en las economías más pobres. Tanto por sus rigideces estructurales como por su limitada base productiva, estas economías presentan una menor capacidad de respuesta a los ajustes basados en los precios, gestionados a través de una
estricta política de demanda. De ahí la importancia de acompañar el ajuste con acciones de oferta, destinadas a cambiar el sistema de incentivos de la economía. Semejantes políticas requieren, sin embargo, de un mayor lapso temporal para su pleno efecto; al tiempo que reclaman acciones en el ámbito social para hacer viable el proceso, preservando la cohesión social y las condiciones institucionales para una aceptable gobernabilidad.
Hacer caso omiso de la alteración habida en la base operativa del Fondo, reclamándole que proceda del modo como lo hacía cuando era otro el tipo de clientes dominante, parece una recomendación, cuando menos, extraviada. Más bien, al contrario, lo razonable es profundizar en el proceso iniciado hace un par de años, convirtiendo las "Estrategias de lucha contra la pobreza" no en un mero reclamo al gusto de la retórica del momento, sino en una guía efectiva para orientar la acción multilateral. Caso de que ésa sea la función que asuma el FMI, en colaboración con el Banco Mundial, no sólo no es inconveniente que preserve su capacidad de financiación de largo plazo, sino que tal modalidad puede resultar imprescindible. Al fin, muchos de los instrumentos financieros que ahora se reclama que desaparezcan nacieron, en el entorno de los ochenta, para compensar las manifiestas limitaciones que las viejas modalidades de financiación tenían en los países en desarrollo.
En suma, el balance crítico de la trayectoria previa del FMI reclama un cambio en la forma de actuación de la institución en el futuro. Pero tal cambio no necesariamente debe estar asociado a una limitación del ámbito de sus operaciones, reduciendo el tipo de países en los que actúa o el abanico de instrumentos que maneja, sino, acaso, a una más genuina adaptación de su operativa a las condiciones propias de la estabilización en los países en desarrollo, que reclaman un mayor activismo crediticio en el largo plazo, para respaldar las reformas microeconómicas requeridas, para fortalecer la cohesión social y preservar el marco institucional que las haga viables. Que semejante empeño pueda contribuir a difuminar los límites de sus competencias con las propias del Banco Mundial parece un problema menor que no hace sino expresar las dificultades que en los países en desarrollo tiene trazar frontera entre la financiación de ajuste y la de desarrollo. Pero, más allá de ese factor, resulta de interés preservar la capacidad de acción, las competencias y reputación del Fondo al servicio de la necesaria estabilización de los países en desarrollo; pero de una estabilización que fortalezca al enfermo, no que definitivamente lo entierre.
José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada del Instituto Complutense de Estudios Internacionales.
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