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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Ser extranjero siempre ENRIQUE VILA-MATAS

Prefiero pensar que hace 60 años en Portbou, en las horas que precedieron a su muerte por morfina, Walter Benjamin conoció cierta lucidez mientras sufría las tinieblas y, en la desgracia final, conoció la pasión de no tener nada; una pasión que no deja de ser una buena compañía a la hora de vivir y también a la de morir. Es la pasión por la soledad de Juan de la Cruz, esa necesidad de estar físicamente solo y en silencio que vemos perdurar en historias contemporáneas, digamos Kafka, Glen Gould, Emily Dickinson. "Estoy más sola sin mi soledad", decía Dickinson. "Produce mucha luz sufrir en las tinieblas", decía Juan de la Cruz, pájaro solitario.La pasión de no tener nada y ser extranjero siempre. Muerte en silencio y soledad de Walter Benjamin un 26 de septiembre en 1940, suicidio de veneno en un hotel de frontera. Quizás la historia no es suficientemente conocida y, aunque lo sea, debe hacerse lo imposible para que no sea olvidada: Benjamin comenzó su fatigoso paso de frontera en Banyuls-sur-mer el 25 de septiembre de 1940 y, tras una noche en las montañas, alcanzó Portbou al día siguiente y, al igual que todos los otros fugitivos que habían osado antes de él la huida a través de las montañas, había sido instruido en Francia en el sentido de que se presentase inmediatamente después de su llegada a la Casa de Aduana del lugar, casi totalmente destruida en la guerra civil, con objeto de resolver las formalidades legales. Pero en la pequeña oficina española le fue denegado el sello salvador que habría legalizado su salida de la Francia de Vichy. Eso dedició el destino y la vida de Benjamin al pie de los Pirineos.

Prefiero pensar que él, en la desgracia, conoció esa luz en las tinieblas y la pasión de ser extranjero siempre. Y si puedo especular de esa forma es porque el misterio que encierra esas últimas horas de Benjamin en su cuarto de hotel de Portbou es tan grande que a todos nos permite imaginar lo que pudo vivir y pensar el escritor berlinés en sus últimos momentos. Es lo que precisamente hace Ricardo Cano Gaviria en su novela El pasajero Walter Benjamin (Igitur, 2000), una novela que se reedita ahora, 11 años después de su primera aparición.

Recuerdo que cuando fue editada en 1989, Jordi Llovet me la recomendó con entusiasmo y que pensé en leerla inmediatamente, pues si Llovet -exigente al máximo en libros relacionados con autores que como Benjamin se han pasado la vida estudiando- recomendaba aquella novela, podía estar yo bien seguro de que la novela era buena, como acabo de comprobar estos días; he tardado 11 años en leerla pero nunca es tarde si la dicha llega, se trata de una elegante y muy sutil recreación de las horas que precedieron a la muerte por morfina del escritor que oficialmente murió de "hemorragia cerebral" en aquel hotel de frontera de Portbou.

"Tan ruda y traidoramente lo golpeó esta vez la evidencia", se lee en la novela de Cano Gaviria, "que en un gesto automático alargó su mano hasta el nochero, donde estaba el frasco de pastillas, y lo cogió; luego, no supo cuánto tiempo estuvo contemplando pensativamente su contenido, como si calculara fríamente la manera de sacar de él el máximo provecho, hasta que al fin se decidió".

Es especialmente emotivo el destello de lejanía en los ojos y la sonrisa incierta en los labios pálidos de la Dama que visita a Benjamin al final de la novela de su vida. En el abismo de la mirada de la desconocida me ha parecido ver ese descubrimiento de la luz en las tinieblas y de la pasión de no tener nada y ser extranjero siempre, que es lo que veremos el día en que a cada uno de nosotros le llegue la evidencia de que es absurdo pensar que hay fronteras.

Creo que esa imagen de abismo y destello que encontramos al final de El pasajero Walter Benjamin va a valer más que las mil y una palabras que se pronuncien en ese congreso que ha organizado estos días la Unesco en Portbou, con la participación de intelectuales como Umberto Eco, Jorge Semprún, Adam Michnick o Henry Meyric Hugues. Cada vez me gustan más las buenas novelas y menos los dicharacheros congresos, tan incapaces ellos de reflejar en toda su intensidad ciertas miradas que a todos nos esperan a la vuelta del camino, más allá de todas las fronteras, cuando ya no tengamos nada y seamos extranjeros para siempre, y sepamos que eso nos va a ocurrir infinitamente, por toda una eternidad.

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