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El mal y la miseria

Slobodan Milosevic va a las urnas sabiendo que ya no ganaría jamás unas elecciones ya no limpias sino medianamente atusadas. Pero le da igual. Milosevic no tiene siquiera que ganar unas elecciones tan corruptas como todo ese régimen político-mafioso que dirige y ¡ay! por desgracia también poco menos como esa sociedad que tutela, oprime y reprime. En Serbia hay mucha gente digna, muchos héroes anónimos, mucho orgullo que no es odio, pero el tejido social ha llegado a ese máximo grado de putrefacción en el que es prácticamente imposible sobrevivir desde la honradez, aun cuando los mejores busquen recodos para salvar su honestidad. El mecanismo perverso de aparatos como el de Slobo es obligar a sus súbditos a la complicidad, ya sea llevando a miles de jóvenes por la senda del crimen, ya por hacer inviable la subsistencia sin irregularidades o ilegalidades que convierten al ciudadano en rehén del poder.El mal que, a principios de la pasada década, inoculó Milosevic al discurso político nacional serbio ha infectado tanto al cuerpo social que ni los peores enemigos del sátrapa pueden permitirse contradecirlo. Estarían condenados y lo saben. De ahí la retórica nacionalista y antioccidental de los líderes de la oposición, aunque muchos, muchos defensores de la sociedad civil, sostengan posturas divergentes. Pero no se pueden ganar hoy día elecciones en Serbia con el llamamiento a la construcción de un Estado de derecho y el reconocimiento de la miseria moral que este régimen ha logrado generalizar desde que decidió defenderse en su estructura de poder frente a la ofensiva democratizadora en Europa Central y Oriental allá en 1989.

Milosevic y su aparato no han sufrido la derrota necesaria para provocar la catarsis antinazi que es imprescindible para que Serbia se una a la corriente democrática que, con todas sus dificultades y sus inmensos obstáculos culturales, han emprendido el resto de los países de los Balcanes. Cuando se ha llegado tan lejos en el crimen y en la derrota sistemática como en Serbia bajo Milosevic, la sociedad necesita algo más que un relevo en el cargo de presidente. Primero porque Slobo seguirá mandando gracias a su mayoría en el Parlamento. Y segundo porque da perfectamente igual qué cargo ocupa, o que ocupe alguno, si controla los resortes del poder.

En esto ha sido sincero en su artículo publicado el miércoles en EL PAÍS el candidato a la presidencia de la oposición, Vojislav Kostunica. Aunque le otorgara con condescendencia la victoria su rival Milosevic, el nuevo presidente tendría que mantener un pulso permanente con un aparato que lo tiene todo y que lo ganaría todo cuando se tratase de salvaguardar sus privilegios y su impunidad por desmanes y delitos cometidos en el pasado.

Todo puede pasar en eso que todavía algunos llaman Yugoslavia menos que Milosevic pierda pacíficamente el poder. Un golpe más policial que militar no es improbable, el pucherazo es seguro y la lucha entre quienes tienen claros sus intereses que están en la supervivencia política y económica y quienes defienden confusos y difusos mensajes y proyectos con buena voluntad.

La desnazificación de la propia idea de identidad en Serbia no se va a producir con estas elecciones. Por desgracia. Porque algunos en la oposición como Vuk Draskovic ante todo pero en cierta medida también Djindjic han sido en algún momento cómplices del régimen criminal y otros, como Kostunica, no pueden hacerse con un discurso libre para sacar a Serbia de este atolladero histórico. De ahí que la victoria de la oposición en las presidenciales sea, dicho en términos leninistas, una agudización del conflicto. Pero sólo eso. Por desgracia, nada que se parezca a la apertura de una senda para que los serbios se unan a los europeos en libertad y razón.

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