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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Ahí te pillo, ahí te mato ISABEL OLESTI

La última vez que fui a un fotomatón estaba ocupado por una pareja dedicada a la laboriosa y exquisita tarea de copular. El acto se daba en el vestíbulo de la estación de metro de Drassanes, a la salida de La Rambla, y nadie salvo yo, que necesitaba unas fotos para el carnet de identidad, robado por cierto en el mismo vestíbulo de Drassanes, parecía darse cuenta de la juerga que se montaban unos detrás de la cortina.No fueron precisamente los jadeos lo que me hizo descubrir el estado pasional de los individuos -la verdad es que apenas se oían unos susurros-, sino la posición enzarzada de las piernas que colgaban por debajo de la cortina. Cuando llegué a la máquina la función se encontraba ya en un estado bastante avanzado, y a los pocos segundos de mi llegada los performers iniciaron un veloz movimiento de caderas que hacía vibrar el banquillo y de rebote todo el fotomatón. Debo decir que aquellos primeros segundos de relativa calma me confundieron, no me había detenido a observar las piernas colgantes e imaginé una tierna pareja esperando el flash de la foto para pasar a la posteridad como enamorados. Con el inesperado trote era difícil que semejante barullo pasara inadvertido a alguien que esperase el turno. ¿Habría para rato o pensaban dedicar el tiempo justo que necesita la máquina para sacar los cuatro flashes? Animada por esta idea y, por qué no, por una morbosa curiosidad que me tenía pegada a la cortina, esperé.

Burra de mí, sabía perfectamente que una vez terminada la faena y despejado el banquillo sería incapaz de sentarme en el mismo sitio para sacar mis fotos. No es que una sea remilgada, pero siempre me ha dado apuro ocupar un asiento recalentado por otro y en esta ocasión se podía prever algo parecido al estado de ebullición. Mientras tanto, los usuarios del metro iban y venían ajenos al festín de detrás de la cortina. ¿Cómo no se daban cuenta? O quizá con mi presencia les ocultaba el espectáculo. Lo cierto es que la gente va a su aire, todos parecen tener prisa, como si fueran a algo sumamente importante, y pocos son los que reparan en algo tan sutil como copular en el fotomatón del metro de Drassanes. Porque no es la primera vez que me encuentro con el fregao. En otra ocasión, si me descuido, me siento encima de un condón usado.

¿Qué será lo que anima a las parejas a meterse en esa madriguera, por cierto en estado de seudoputrefacción? Quizá la urgencia, la falta de dinero para una pensión, la falta de un espacio en mejores condiciones. Quizá, en plena subida de adrenalina, confundieron el fotomatón con una cabina de sex shop, o puede muy bien ser que el morbo de hacerlo en un espacio público les empujara hasta el metro. Vete a saber.

Pasaba el tiempo y a mí me entraron unas ganas tremendas de verles la cara. ¿Quiénes podrían ser? Acaso alguien del barrio, un amigo... Por esta zona se mueve mucha gente. Nada más salir a La Rambla, al lado del Centre Santa Mònica, un nutrido grupo de travestidos animan -o desaniman- las tardes y noches de La Rambla. Seguro que ellas -o ellos- tienen su rincón para sus quehaceres, y dudo que se avinieran a trabajar en semejantes condiciones. O sí. Pero no sólo los travestidos utilizan la estación de Drassanes: están los de la Consejería de Cultura -aunque yo diría que utilizan más el taxi-, los modernos del Centre d'Art Santa Mònica, los de Krtu, los de Promoción Cultural, la Institució de les Lletres Catalanes. Aquella tarde los que salieron de la cabina fueron un chico que se subía tranquilamente la cremallera de los pantalones y una chica con cara de desorientada. Ambos se esfumaron escalera arriba y yo, tras dos segundos de duda, hice lo mismo. Ignoro su destino.

Por mi parte, desde aquel día me hago las fotos en un retratista oficial, quiero decir de los de estudio. Encontré una perla en la plaza de Urquinaona, en Niepce. Lo escogí porque conserva el mismo estilo de tienda que, supongo, antes de la guerra. Pero sigo con atención los movimientos del fotomatón de Drassanes que dan, aunque sea por unos minutos, la felicidad.

Jose Maria Tejederas Chacon

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