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Juanito

Soy un verdadero desastre para la comida. El paisaje de los manteles, que ordena en sociedad una de las tres o cuatro cosas importantes de la vida, es para mí una batalla imposible. Daría algo para que los otros mundos (las sábanas, los sueños, los libros, los trabajos) pudieran ordenarse con un protocolo acogedor y una sabiduría educada en el manejo amable de los utensilios. Deseos y realidades a la carta, con un código claro para mover la cuchara y el cuchillo, en un horizonte blanco obligado a unir la naturaleza y la cultura, nuestro ser animal y esa característica biológica de nuestra especie que llamamos pensamiento. Nada es menos natural que una paella, aunque sólo se haga con elementos naturales. En los ojos iluminados de mis amigos, en las citas que se proyectan bajo los cantos de sirena de algún restaurante, en la tristeza insondable con la que algunos seres queridos se hunden en los planes de adelgazamiento, compruebo que la cocina es un tesoro y que la renuncia a sus placeres supone una catástrofe. Sí, un buen plato demuestra la legitimidad natural de la estilización y el artificio. Sin embargo, yo soy un desastre para comer, también me muevo mal entre manteles y con mucha frecuencia se me convierten en sábanas complejas, sueños rotos, libros insoportables y trabajos forzosos. Maleducado generosamente en el arte del capricho, acostumbrado a las comidas especiales y a los secretos dulces e indisciplinados de la despensa, mi madre hizo de mí una persona estable en los afectos, poco susceptible con los amigos, indiferente a las agresiones de los enemigos, pero inútil, completamente inútil, a la hora de alimentarme. En cuanto me quedo solo, acabo con una lata de paté La Piara y una bolsa de pan Bimbo, porque no me compensa salir a la calle, ni prepararle a mi estómago desagradecido alguno de los platos que domino (sólo a causa de la paternidad responsable) con cierta dignidad. No sé comer, mis amigos se ríen de mí cuando busco una salida airosa en las cartas de los restaurantes, mi madre y mi mujer me dieron hace tiempo por perdido, una causa imposible, y mis hijas me utilizan como argumento de autoridad y excusa cada vez que quieren dejarse las lentejas o las ensaladas. Lo único que honradamente les puedo enseñar es el arte de hacer desaparecer las comidas en los platos sin probar bocado. Si no quieren pasarlo mal cuando alguna persona de poca confianza las invite a comer, tendrán que conseguir que cualquier bicho llegue a esconderse en una hoja de lechuga o que un guiso se vaya difuminando en sucesivos viajes hacia el borde de los platos. La verdad es que soporto dos catástrofes: mi tragedia culinaria y mi dependencia sentimental del Granada Club de Fútbol.Pues bien, hay un sitio en el que como y disfruto igual que una persona normal, sintiéndome partícipe de los placeres de la vida. El restaurante Juanito de Baeza es una palmera en mi desierto, un Virgilio en mi Infierno. ¡Qué maravilla sus platos y qué milagro que a mí me gusten! Estilizada lírica popular. Después de la guerra civil, pasadas las urgencias de la poesía bélica, Rafael Alberti recuperó el "inédito asombro de crear". Confieso que en el restaurante Juanito yo descubro el inédito asombro de comer.

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