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Aznar y Schröder intentarán hoy poner fin a sus desencuentros personales y políticos

/ M. GONZÁLEZ / Madrid¿Entra en el sueldo de los gobernantes tener una buena relación personal con sus homólogos extranjeros? Los portavoces de los Gobiernos de Madrid y Berlín parecen creer que sí, pues en los últimos días se han esforzado por negar, y atribuir a la prensa, la especie de que el presidente José María Aznar y el canciller Gerhard Schröder no se caen bien. La cumbre hispano-alemana, que hoy y mañana se celebra en La Granja y Segovia, es el escenario elegido por ambos mandatarios para poner fin a sus desencuentros personales y políticos o, al menos, dar esa imagen.

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El europeo feo

Schröder pasó 23 días de vacaciones en Mallorca durante este verano y tuvo tiempo de entrevistarse con el nuevo secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, y con el presidente balear, el también socialista Francesc Antich, pero no con Aznar. El jefe del Gobierno español le invitó a un crucero de dos días por las islas, pero el canciller alemán declinó la oferta alegando la presencia de su hija de nueve años.Aznar, a su vez, no ha encontrado en cinco meses la ocasión de visitar la Exposición Universal de Hannover, en la que España cuenta con un pabellón propio. La ausencia de Schröder, de gira por su país, en la fecha inicialmente prevista, frustró el viaje, según fuentes españolas.

Son sólo dos ejemplos, los más recientes, de la cadena de desecuentros que han jalonado las relaciones entre ambos políticos. Si las circunstancias no han sido propicias, tampoco ninguno de ellos ha mostrado excesivo interés por vencerlas.

El origen de esta falta de sintonía se remonta, según diversas fuentes, en la noche del 25 al 26 de marzo de 1999, que a Schröder no le será fácil olvidar. Los líderes europeos discutían en Berlín la llamada Agenda 2000; es decir, las perspectivas financieras de la Unión Europea hasta el año 2006.

Aznar fumaba su puro y cotejaba las cifras que iban apareciendo sobre la mesa de negociaciones con los cálculos que le presentaban sus expertos. El pulso se prolongó hasta entrada la madrugada. El primer ministro español fue rechazando una por una las ofertas que se le presentaban, hasta que consiguió salvar los fondos estructurales y de cohesión para España. En gran medida, a costa de Alemania, principal contribuyente financiero de la UE. Pero no le bastó con torcerle el brazo a Schröder. También alardeó públicamente de ello.

El canciller alemán le pasó factura el pasado abril en Polonia, donde dijo, en alusión a España, que era incompatible pertenecer al G-7 (el club de los países más ricos del mundo) y al mismo tiempo ser receptor de fondos de cohesión.

Tampoco gustaron en Madrid sus declaraciones de la semana pasada, parcialmente corregidas luego. Schröder quitó hierro a la debilidad del euro afirmando que beneficia a las exportaciones alemanas. Muchos creyeron ver entonces confirmada su sospecha de que la tardía reacción del Banco Central Europeo ante la depreciación de la moneda única frente al dólar, nefasta para la economía española, coincidía con los intereses de Alemania.

Los gobiernos de Berlín y Madrid mantienen, además, posiciones diferentes en la Conferencia Intergubernamental, cuyas conclusiones deben aprobarse en la Cumbre de Niza.

España recela de la generalización de los asuntos que pueden aprobarse por mayoría cualifica, reduciendo al mínimo el derecho de veto, y, en particular, de que no sea necesaria la unanimidad en la próxima revisión de los fondos estructurales y de cohesión. Schröder no quiere bajo ningún concepto que se repita la noche de marzo de 1999 en Berlín. Pero España, que es conciente de que a medio plazo tendrá que renunciar a dichos fondos, teme perderlos de manera brusca y no gradual.

En capítulos como el peso que debe tener la población en la asignación de votos en el Consejo Europeo o el alcance de las llamadas cooperaciones reforzadas -la posibilidad de que algunos países se adelanten al resto en la construcción europea- también hay diferencias, aunque no insalvables.

Para complicar el panorama, ambos países están ensarzados en una batalla lingüística en los consejos informales de la Unión. Los alemanes están imponiendo el uso de su idioma como lengua de trabajo, junto al inglés y el francés, y los españoles portestan porque quieren el mismo trato para el suyo.

En el terreno bilateral, la exclusión de Deutsche Telekom de las adjudicaciones de licencias de telefonía móvil de tercera generación supuso un sinsabor para Alemania. Nada comparado con la irritación que povocó la elección de la estadounidense General Dynamics para privatizar Santa Bárbara.

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