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'Gudaris' sin nadie enfrente

José María Ridao

Son muchas ya las voces que, desde el reinicio de la actividad terrorista, insisten en la idea de que los demócratas estamos en peor situación que nunca. Desde luego, es enorme la distancia que media entre la sensación de hastío con que hoy se recibe cada noticia de un nuevo atentado y el clima que se vivía desde finales de los ochenta, cuando el Pacto de Ajuria Enea, por un lado, y éxitos policiales como los de Sokoa o Bidart, por otro, llevaron a la convicción de que la violencia etarra empezaba a ser un fenómeno en vías de extinción. Con un menor número de asesinatos que entonces, con una aplastante mayoría de ciudadanos que se declaran sin tibieza contra los asesinos y, además, alejados definitivamente los riesgos de involución que -recordémoslo- eran parte sustancial del poder de los terroristas hasta fecha no demasiado lejana, no debería en principio prosperar el desánimo ante una violencia que es ahora más ensimismada e inútil de lo que lo ha sido jamás.El hastío, el desánimo, están, con todo, ahí, y tal vez haya llegado el momento de reconocer en voz alta lo que, por el bien de nuestra democracia, no debería ser silenciado en nombre de un consenso que se rompió hace ya mucho: se están cometiendo graves errores en la conducción de la política antiterrorista. Para empezar, cabe dudar de que, a decir verdad, el Gobierno disponga a estas alturas de alguna política antiterrorista, no de una simple batería de gestos de sustitución, estridentes pero vacíos. En este sentido, la retórica cargada de tintes amenazantes y apoteósicos con que el jefe de Gobierno despacha cada una de sus declaraciones sobre el País Vasco puede reconfortar momentáneamente a quienes están en el punto de mira de los asesinos, o a quienes llevan demasiado tiempo esperando que algunos representantes nacionalistas digan algo distinto de lo que han dicho hasta hace poco. Puede reconfortar, en definitiva, a quienes con toda la razón y toda la justicia de su parte desean oír que se llama asesinato a lo que es un asesinato y no un contencioso, o que se considere a las víctimas como lo que son, víctimas inocentes del delirio criminal de una minoría.

Ahora bien, apelar a los sentimientos de esos conciudadanos que sufren en primera línea la brutalidad del terrorismo, proclamando a la menor ocasión que los pistoleros tienen motivos para temblar o que están tratando de contagiarnos su propia desesperación -como se hace una y otra vez desde el Gobierno-, no son piezas de ninguna política antiterrorista, movimientos que eviten un solo atentado o aíslen a quienes practican o justifican la violencia. Por el contrario, una mínima sensibilidad política debería llevar a comprender que es ésa, precisamente, la retórica que más puede reafirmar a los asesinos, porque es la que más verosimilitud ofrece a su fantasía de vivir en guerra contra un ejército que no está compuesto, en realidad, más que de pacíficos viandantes que acaban de comprar la prensa del domingo o de modestos comerciantes, afanados tras un mostrador de golosinas. Y ese mismo juicio cabría hacer cada vez que la televisión pública -una televisión manipulada hasta la náusea- pretende convertir hallazgos policiales fortuitos en victorias del Gobierno, como cuando retransmitió la noticia del coche bomba averiado en Benabarre diciendo "hoy los terroristas disponen de cien kilos de dinamita menos para cometer atentados". ¿Nadie pensó que esa forma de presentar la información animaba a una respuesta previsible por parte de los asesinos, como era la de hacer patente que todavía disponen de muchos kilos más?

Pero si grave es el error de no emplear una retórica política intransitiva, una retórica que no responda ni deje lugar para la respuesta de los terroristas y que acabe, por tanto, colocándolos ante su aberrante monólogo criminal, más grave puede llegar a ser el de pretender competir con ellos en la calle, como empieza a suceder cada vez que tiene lugar un atentado. Es claro que ningún demócrata dudará en sumarse a cuantas manifestaciones sea preciso para protestar contra una barbarie que le conmueve en lo más hondo, y la gigantesca movilización con motivo del asesinato de Miguel Ángel Blanco y otras posteriores dan claro testimonio de ello. Sin embargo, conviene recordar que el terreno de las expresiones políticas en democracia son las instituciones, y que prolongar una situación como la actual, en la que los dirigentes que encabezan manifestaciones y protestas no pueden sino guardar silencio en los parlamentos, debido a la discordia general entre partidos, ofrece una vez más verosimilitud a las truculentas convicciones de los terroristas: la representación política no sirve y lo que mejor encarna la voluntad popular es lo fuerte que se grite o lo intensamente que se calle, las muchas avenidas que se ocupen en silencio o vociferando a coro una consigna.

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Resulta ilógico que los demócratas tengan que avergonzarse de los esfuerzos que hacen los reporteros gráficos para ocultar, mediante tomas atentamente medidas, lo que es un secreto a voces: que las acciones de repulsa de los atentados convocan a unas decenas de ciudadanos admirables que deben hacer acopio de todo su coraje, mientras que las manifestaciones de apoyo a los asesinos movilizan a una multitud que se pasea con la despreocupación de quien se sabe amparado por el Estado de derecho. Resulta, en efecto, ilógico y, además, absurdo, porque no son los demócratas quienes deben dejarse arrastrar al patrón de legitimidad de los terroristas, arriesgando además su tranquilidad y hasta su vida, sino los terroristas quienes deben hacer frente al hecho incontrovertible de que toda su altanería callejera, toda su parafernalia necrológica a cielo abierto, no se traduce más que en una minoría de votos y, por tanto, de cargos electos. Retribuidos y amparados por la inmunidad, son éstos quienes deberían rendir cuentas de sus atrocidades en las instituciones, y no, en las calles, ciudadanos indefensos y expuestos a la brutalidad de pandilleros fascistas.

Un último error, tal vez más grave que los anteriores por las consecuencias imprevistas que puede acarrear, es el de destilar la idea de que la solución al terrorismo sólo puede venir de la mano de un lehendakari no nacionalista. El mensaje explícito de esta formulación es sencillamente un juicio sin fundamento: la eficacia de la acción institucional contra los violentos no guarda relación con el carácter nacionalista o no de quien resida en Ajuria Enea, sino con la política que quiera -o que pueda- aplicar. El ejemplo de Ibarretxe, con sus muchas sombras y sus esporádicas luces, apunta en un sentido; el ejemplo de Ardanza, cuya independencia de criterio tanto hizo por la pacificación del País Vasco, apunta en el sentido contrario. Es, sin embargo, en el mensaje implícito, en la asociación subliminal entre nacionalismo y violencia que subyace a esa idea de que sólo un lehendakari no nacionalista podrá acabar con el terror, donde puede dar comienzo una deriva política difícil de reorientar a medio plazo.

Por supuesto, el propósito inmediato de quienes se esfuerzan por identificar nacionalismo y violencia no es otro que el que ya se ha señalado muchas veces, el de hacer que cada atentado tenga un coste electoral para la fuerza más votada en el País Vasco, el PNV, y poder así desbancarla. Se trata, sin duda, de un propósito legítimo para cualquier partido que concurra a unas elecciones. Y todavía más: existen muchas y muy sólidas razones para querer desplazar a los nacionalistas del palacio de Ajuria Enea, desde donde la dirección de la Ertzaintza o de los programas educativos de las ikastolas ha sumido en la perplejidad a muchos ciudadanos vascos. Ahora bien, la única razón que no debería emplearse es la que más se obstinan en emplear el Gobierno y su presidente: la de que se le quiere desplazar porque es nacionalista y el nacionalismo engendra la violencia, una materia que, como bien sabe nuestro primer ministro, permite, bien usada, inclinar balanzas electorales. Y no debe usarse porque plantear una victoria electoral conservadora o socialista -y no digamos de una coalición entre ambas fuerzas- como una derrota de todo el nacionalismo sin distinción, como una suerte de referéndum encubierto en el que en un lado se ponen la paz y la Constitución y en el otro el soberanismo y la violencia, equivale a sentar las bases para que una nueva victoria del nacionalismo en futuros comicios se interprete también como un referéndum, sólo que en este caso serán la paz y el soberanismo los que queden a un lado, y al otro, la violencia y la Constitución.

No es cierto que los demócratas estemos peor que nunca. Y no lo es porque, a día de hoy, el sufrimiento que produce la locura terrorista es lo que ya era en los comienzos de la transición, sufrimiento atroz e indecible, pero, a diferencia de entonces, un sufrimiento incapaz de hacer avanzar un solo milímetro las pretensiones de quienes imaginan que hacen política con dinamita y con pistolas. Sin militares aventureros, sin los pistoleros que se embarcaron en la guerra sucia entre 1974 y 1986, sin tan siquiera nacionalistas que estén dispuestos a emprender ningún viaje hacia la independencia si se intenta imponer a tiros, los terroristas se hallan metidos en un laberinto sin salida, convertidos en la más patética de las figuras: en gudaris sin nadie enfrente. Por ello, si la sensación de hastío y desánimo persiste entre los ciudadanos es porque quien está obligado a liderar a los demócratas no sólo no transmite la tranquilidad que debiera, no sólo se complace en llamar pusilánimes y cobardes a cuantos disienten de sus exabruptos y baladronadas, sino que, además, esos exabruptos y baladronadas parecen agotar el catálogo de medidas que está en condiciones de emprender. Ningún demócrata debería responsabilizar al Gobierno, a éste o cualquier otro, porque se produzcan atentados, y eso ha valido para el coche bomba en la plaza de Callao en el 2000, como debía haber valido, y no valió, para el coche bomba en la plaza de Callao en 1995. De lo que sí cabe exigir responsabilidades es de la manera en que un Gobierno -éste en concreto- está gestionando una situación política que, repleta de posibilidades para los demócratas frente al terrorismo, ha llegado, sin embargo, a parecer calamitosa e insostenible.

José María Ridao es diplomático.

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