Los dividendos de la guerra M. A. BASTENIER
El 13 de septiembre se está convirtiendo en el gran tótem de la reciente historia palestina; el aniversario-fetiche de la primera proto firma de paz entre Israel y la OLP, hace ahora siete años, es la fecha preferida por Yaser Arafat para fijarse objetivos, que, siempre educado, no tiene reparo luego en incumplir.Aunque este 13 de septiembre se va de vacío, a la espera de la proclamación del Estado palestino, ello no obsta para que las partes, Jerusalén Oeste, sionista, y Jerusalén Este, aspirante a palestina, hayan multiplicado estas últimas semanas las visitas terrenales para demostrar que el Otro es el de verdad intransigente, a la hora de resignarse a la paz.
El ecumenismo universal, esa pasión por la imparcialidad y la equidistancia como forma de vida ha emitido hace tiempo su dictamen: dos pueblos se disputan una misma patria; los extremistas -siempre religiosos- de ambos bandos conspiran contra la paz; los dos partidos se refugian en una mutua incomprensión, y sólo concesiones recíprocas pueden poner fin a este proceso de guerra intermitente y conflicto continuo que lleva durando como un siglo.
¿Resiste esta vía media de todos-son-culpables un sucinto examen basado en la memoria?
En 1967 Israel, en una fulgurante guerra que llamó preventiva, conquistó Cisjordania y Jerusalén Este a los jordanos, el Sinaí a los egipcios, y el Golan a los sirios; por añadidura, en 1978 consolidó la ocupación, hasta entonces racheada, del Líbano al sur del río Litani. Algo menos, en su conjunto, de 70.000 kilómetros cuadrados, que le hubieran venido muy bien a Jerusalén Oeste para vivir algo más desahogada.
Pero, como el sionismo es territorialmente bíblico, no todos esos paisajes tenían la misma carga político-simbólica. El Sinaí, con sus 60.000 kilómetros cuadrados, poseía el valor estratégico de su profundidad de campo, pero cargaba escaso bagaje en la memoria, y por ello fue posible su devolución a El Cairo tras una larga negociación entre 1977 y 1982, a cambio de una paz, dicen en Israel que fría pero muy real, que apartaba, seguramente para siempre, a Egipto de todo afán militar. Como sin El Cairo los árabes no pueden ni soñar en combatir militarmente al enemigo judío, este primer dividendo de la guerra puede considerarse de una gran magnitud.
Cisjordania, en cambio, reúne a la vez el valor simbólico y estratégico de los antiguos territorios de Judea y Samaria y la dominación del valle del Jordán con la vía de agua como muro para no lamentar, y, ya en el máximo grado de concentración mitológica, la propia Jerusalén oriental, abarrotada de sacras piedras funerarias del islam, judaísmo y cristianismo.
Los dividendos de la guerra se concretarían aquí, a tenor de las pretensiones israelíes, en algo menos del 10% de Cisjordania, que sería anexionado buscando la continuidad territorial con Israel; una extensión por determinar de esa orilla occidental en la que permanecería parte de los 200.000 colonos que se han venido instalando en el territorio desde 1967, bajo la soberanía formal palestina; y el reconocimiento árabe de la propiedad indivisa y permanente de todo Jerusalén. Por último, el Estado que naciera en los poco más de 5.000 kilómetros cuadrados que evacuaría Israel, se vería sometido a todo tipo de notas del editor que reducirían su independencia real a la de un antiguo bantustán surafricano.
En lo tocante a los 1.000 kilómetros cuadrados del Golan, cuyo valor es exclusivamente militar, Jerusalén Oeste pretende conservar apenas un bocado de tierra, aunque muy húmedo, que es lo que le daría derecho a todo el lago Tiberiades, a pesar de que la frontera de facto siria anterior a la guerra de 1967 llegaba hasta las aguas del también llamado mar de Galilea. Ese sería el peaje israelí de la victoria sobre Damasco.
Finalmente, el costo de sangre que la guerrilla le ha hecho pagar a Israel por la ocupación del Líbano, ha forzado a la retirada a cambio de nada, por primera vez dividendo cero.
Los prusianos hicieron abonar a Francia dos provincias, Alsacia y Lorena, más 5.000 millones de francos oro por la derrota de 1870; Alemania fue troceada en 1945 a causa del nazismo; y a España la guerra de Sucesión le costó Gibraltar. Por comparación, Israel no es ni con mucho el poder más depredador de la historia. Pero cuando se devuelve sólo parte de lo conquistado, insistiendo en cobrar por haber ganado la guerra, no se está haciendo concesiones, como no las habría hecho Alemania reintegrando sólo Lorena, los aliados manteniendo indefinidamente la división en Centro-Europa, o los británicos devolviendo a España únicamente los monos del Peñón.
Lo contrario a concesión es intransigencia, si se trata del prójimo, y firmeza al referirnos a nosotros mismos. Por eso, Arafat es una cosa u otra, según el interlocutor de que se trate.
¿Pero, qué reclama el líder palestino? La totalidad de Cisjordania y Gaza, donde no niega, sin embargo, la posibilidad de rectificaciones fronterizas, así como toda la Jerusalén árabe. En total, menos de un 25% de la Palestina histórica, la del tiempo de los romanos.
¿Es eso, concesión, intransigencia o firmeza? La respuesta la da la ONU en su resolución 242 de junio de 1967, en la que, con la sola interpretación disidente de Estados Unidos e Israel, todo el mundo entiende que se urge al Estado de los judíos a que se retire de los territorios ocupados, lo que, sin duda, incluye Jerusalén Este. Arafat, por tanto, reclama menos de lo que el Consejo de Seguridad preveía, puesto que el territorio cuya devolución le ofrecen se lo han llenado previamente de inquilinos, y, por añadidura, admite operaciones de trueque con la otra parte. Basándose en una semántica más que parda, Washington y Jerusalén Oeste aducen, sin embargo, que la resolución reza "territorios" en lugar de "los territorios", argumentación que enorgullecería al más sibilino de los jesuitas.
La posición israelí puede ser calificada, en definitiva, de intransigente o de firme, según desde qué lado del espejo contemplemos las cosas, pero lo que está de más es hablar de concesiones, cuando a lo que se aspira es a una remuneración por los éxitos militares, en contra incluso del consenso internacional sobre la materia.
Al sionismo le puede parecer su postura muy razonable, puesto que sólo exige un pago territorial relativamente modesto por una proeza militar tan grande, pero en Francia nadie olvidó Alsacia-Lorena; Alemania volvió un día a mirar al Este desde Berlín; y en España, sin ser Gibraltar el tema de nuestro tiempo, casi todo el mundo sigue opinando que el Peñón pertenece a la provincia de Cádiz. También Napoleón se extrañó de que Rusia no pidiera la paz cuando conquistó Moscú en 1812, pero la derrota tampoco ha hecho que el pueblo palestino perdiera la memoria.
Puede asistir la razón práctica al ministro de Exteriores israelí, Shlomo Ben Ami, cuando dice a los palestinos que cojan lo que hay, y rápido, porque la oferta no es de las que se mantienen mucho tiempo. Pero, el tonillo, un poco de rematador de saldos, excluye cualquier matiz de auténtica generosidad. Las dificultades que experimenta el primer ministro laborista Ehud Barak para hacer tragar a su parroquia de la derecha más nacional lo que ofrece a Arafat, son muy ciertas, pero ese es un problema israelí, no palestino. Si Israel no hubiera llenado de colonos Cisjordania y Gaza, no le vendría ahora tan cuesta arriba aviar la retirada.
Una oportunidad real de paz parece alzarse hoy, sin embargo, ante las partes; dada la superioridad militar israelí y el previsible y continuado apoyo norteamericano a la parte sionista, es muy cierto que ésta podría seguir indefinidamente acampando en los territorios conquistados, aunque siempre a un precio de incomodidad, inquietud, e incordio tanto nacionales como internacionales. Por todo ello, en vez de verse sometida a una presión para resolver el conflicto, Jerusalén Oeste se encuentra hoy sólo ante una puerta entreabierta para hacerlo.
Nada obliga a Israel, salvo una cierta concepción de cuáles son a largo plazo sus propios intereses, a cerrar un acuerdo de paz con los palestinos. También es cierto que son bastantes los judíos que sostienen que ninguna retirada satisfará de verdad a los árabes, y que éstos aguardarán arteros su oportunidad para reanudar el conflicto, obtengan ahora lo que obtengan. Y no es posible descartar que tengan razón, a la vista de toda la represa de odio y frustración que ha generado el secular enfrentamiento. Pero, la solución pacífica del problema, si es que la tiene, probablemente excluye que Israel quiera cobrar como precio de la paz los dividendos de la guerra.
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