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"Ha matado a mi marido y le quiero ver la cara"

La viuda de Hamid Saada pide que se aclare su muerte

Milagros Pérez Oliva

En la rebotica de la librería Altés, en la calle de Mallorca de Barcelona, tres niños miran expectantes cada vez que se abre la puerta. Extrañamente silenciosos para ser tan pequeños, observan y se agarran a la madre. Están inquietos. Los dos pequeños creen que su padre está de viaje, pero algo intuyen porque su madre no deja de llorar y el abuelo también tiene los ojos enrojecidos. Sólo la mayor sabe la verdad: su padre está muerto. Y está muerto porque lo han matado.Hamid Saada Oualili, bereber de Errachidia (Marruecos), de 37 años, jardinero de profesión, catalán desde hace 14 años de la categoría de "los que viven y trabajan" en Cataluña, nacionalizado español por matrimonio, cayó fulminado de un disparo en la cabeza la madrugada del sábado al domingo, cuando volvía a su casa.

No se sabe quién lo hizo. La única versión que existe del suceso es la de los dos amigos que le acompañaban aquella noche. Y fue todo tan rápido que apenas pudieron ver qué ocurría. Así consta en el atestado policial: Hamid y sus dos amigos iban a cruzar la calle. Él fue más rápido y saltó, pero los coches venían rápido y los dos amigos se quedaron en la acera, sin cruzar. Una escena muy habitual, cuando se va en grupo y se cruza por donde no hay semáforo. Después, los dos amigos sólo recuerdan haber visto un grupo de gente al otro lado de la acera. Gente algo aborotada. Que su amigo se cruzaba con ellos. Que gritaban algo. Y un disparo. Seco. Cuando llegaron al lugar, el que parecía que había disparado, alto, de por lo menos un metro ochenta, huía en una moto, mientras los otros se gritaban entre sí: "Corre, corre, vámonos". Eso es todo.

Las últimas palabras que Anna Rigol escuchó de su marido fueron que volvía a casa enseguida. Eran las 2.15 horas de la madrugada. Cuando volvió a sonar el teléfono, eran las 3.00 y no era Hamid. Llamaban del Hospital Clínico. "Me dijeron que fuera, que mi marido había sufrido una agresión y que estaba muy grave. Por la forma en que me lo dijeron, ya me temí lo peor. Me temblaban las piernas mientras caminaba por la calle", explica. No se lo dejaron ver. Cuando por fin pudo hablar con el neurocirujano, sus temores se confirmaron: "Le hemos hecho todas las pruebas posibles. No hay nada que hacer. Tiene el cerebro destrozado".

Entre las estanterías de la librería de su padre, en la que se ha refugiado, Anna se frota los ojos, acaricia en el aire la cabeza imaginaria de su marido y la ternura se desborda por su rostro con tanta abundancia como las lágrimas: "Tenía media cara deshecha. Aún respiraba y su corazón se movía. Pero el médico me dijo que estaba en muerte clínica". El hombre que agonizaba había compartido con ella los últimos 14 años de su vida y tres hijos: Cristina, de 10 años, Adam, de cuatro, e Ismael, de dos. Se habían conocido en la Escuela de Idiomas de Barcelona. Ella era licenciada en Semíticas y estudiaba varias lenguas. El suyo fue un noviazgo rápido: un año después de conocerse, se casaban, y al poco nacía su primera hija.

Lo más terrible de una muerte como la de Hamid no es el estupor de lo inesperado, sino el absurdo. ¿Por qué lo han matado? ¿Quién le ha disparado? Éstas son las preguntas que atormentan a Anna Rigol y a su familia. "Lo único que quiero ahora es justicia. Ha matado a mi marido y quiero verle la cara", dice. Por un momento, las lágrimas han dejado paso a la determinación. Quiere que se esclarezca la muerte. Por eso está hablando con una periodista. Y por eso quiere que todos vean a sus hijos. El crimen que le ha arrebatado a su marido no puede quedar en una nota en los diarios con unas iniciales.

Para el padre de Anna, Francesc Rigol i Estrada, librero del Eixample desde hace 40 años, sólo hay una posible explicación: el móvil racista. "Ni drogas, ni vendetas, ni nada. Mi yerno era un hombre de marcados rasgos marroquíes, y con un alma tan blanca como ese papel. Lo mataron por ser diferente".

Francesc Rigol está muy dolido. Por lo que ha sucedido. Pero también porque, desde que su yerno murió, por la puerta de la librería han entrado muchas personas a estrechar la mano de su hija. "Pero casi todas magrebíes. Ellos sí son amigos, y solidarios. Y se preocupan. Aquí nada. Aquí queda una viuda y tres criaturas, y nadie ha venido, ni una asistente social, ni una autoridad, a preguntar si les faltaba algo. ¿Es que no era mi yerno suficientemente catalán? ¿Es que estos tres niños no son catalanes? A Francesc Rigol le escuecen especialmente unas palabras del alcalde Joan Clos. "Apenas unos días antes decía que Barcelona no tiene problemas de seguridad. ¿Cómo puede decir eso el alcalde cuando luego ni se ha dignado a preguntar por nosotros. Ni él, ni Pujol, ni siquiera mi primo segundo, Joan Rigol, el presidente del Parlamento. Nadie", explica. Dos compañeras de trabajo de Anna llegan en ese momento a la librería e interrumpen las quejas. Vienen a hacerle compañía. Anna trabaja en la Delegación del Gobierno. En el Área de Regularización de Emigrantes, precisamente. Apenas unos minutos después, la puerta se abre de nuevo. Es Alami. El amigo de Hamid que se ha ocupado de resolver lo más embarazoso: el entierro. Anna quería que su marido fuera sepultado en Errachidia. Ésa era su voluntad y quería cumplirla. Pero no tiene suficiente dinero. "Aquí han venido muchos marroquíes, pero el cónsul de Marruecos en Barcelona, como siempre, ausente. Como si no estuvira", dice Alami. Pero todo está resuelto. Ha llamado directamente a la embajada de Marruecos en Madrid. El embajador en persona se ha ocupado del asunto y se hará cargo también de la repatriación del cadáver. Es una ayuda importante para Anna, que con tres niños y un sueldo de poco más de 100.000 pesetas mensuales, no lo va a tener fácil.

Hamid pensaba mucho en los suyos. Y amenudo llevaba a gente de su tierra a casa, para que pasaran unos días, hasta que encontraban alojamiento. Este agosto habían vuelto a Errachidia. Hacía tres años que no iban y Hamid temía que su madre, ya mayor, pudiera morir sin conocer al pequeño Ismael. "La noche que lo mataron salió con sus amigos para celebrar precisamente que su hermano pequeño iba a venir a Barcelona. Nos ha costado mucho papeleo y muchas gestiones, pero parecía que por fin todo estaba resuelto para que pudiera estudiar en Barcelona", explica Anna. "El hermano pequeño de Hamid es licenciado en Románicas y quería hacer un doctorado en la Universidad", apostilla Francesc Rigol. "Lo que han batallado Ana y Hamid para conseguir los visados...", insiste.

En ese momento, dos chicos magrebíes entran discretamente. Se abrazan a Anna. Son también de Errachidia. Su presencia enciende de nuevo a Francesc Rigol, viejo republicano con dotes evidentes de una elocuencia que no sale sólo de los libros. Habla de El Ejido, de cómo somos todos unos hipócritas, que les necesitamos a ellos, que les explotamos, y cuando ya no nos hacen falta, les devolvemos a su país, como un trapo sucio. Y si no, les pegamos un tiro. Los dos muchachos apenas entienden el catalán. Francesc Rigol lo repite en castellano. Ellos vienen a trabajar, a ganarse la vida, a luchar por un futuro para sus hijos, como hacían los españoles que iban hace años a Europa, y ahora ya no nos acordamos de lo que duele que te traten como a un trapo, que te pisoteen.

Los dos muchachos a duras penas pueden contener la emoción. Por fin, ya no lo intentan. Uno se apoya en la estantería de libros, con el rostro escondido entre los brazos. El otro se seca las lágrimas. El amigo librero habla de ellos. De lo que les sucede a ellos. Y ellos saben que cualquier día puede ocurrirles también a ellos lo que a su amigo Hamid.

Joan Sanchez

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