Égloga
Mal que le pese al alcalde, la Casa de Campo atraviesa momentos de esplendor bucólico y asilvestrado, aunque canalla. La picaresca quevediana es una broma comparada con el vertiginoso ajetreo actual de este inmenso lupanar al aire libre, funcionando ejemplarmente las 24 horas del día, al amor de los matorrales. El pulmón de Madrid es también su entrepierna, a falta de otros apaños razonables, y lo que te rondaré, morena, o rubia, que para el caso es lo mismo. Nuestros políticos parecen no enterarse de qué va la vaina; son incapaces de encontrar salidas lógicas a esa cosa que no tiene enmienda ni nunca la tendrá. Felipe II, siendo tan borde, lo solucionó con mucho más pragmatismo y mucho menos cinismo: legalizó en Madrid unas cuantas casas de mancebía, todas con control sanitario obligatorio; la más famosa estaba en plena Puerta del Sol, donde hoy se encuentra una pastelería muy conocida.Las autoridades siguen clausurando los llamdos supermercados del sexo. Esta semana han precintado el Club Social de Barajas, uno de los puticlubes mayores de España, y en Alcalá de Henares han cerrado el Private Beach, también muy renombrado en toda la Comunidad. Las numerosas mancebas que se quedan en paro a causa de esos cierres acaban infiltrándose en la Casa de Campo. Eran pocas y parió la abuela. Al margen de otras consideraciones, las escenas de realismo sórdido que allí se representan diariamente en función continuada constituyen un soberbio espectáculo para cualquier espíritu sensible. Hay movidas que ni Almodóvar en todo su esplendor pudo imaginar. La ternura se coaliga con la carcajada; los rufianes, con los corredores de fondo; los mirones, con los ciclistas. Zagalas al estilo de Garcilaso, pero sin tantos remilgos, retozan por la pradera con excursiones de ciudadanos que celebran despedidas de solteros. Sombríos vergonzantes babean en una encina. Jerga crapulosa, litronas, suspiros sonrojantes, monosílabos procaces, zapatos de plataforma desmesurada, ubres descaradas, precios variados con descuentos para grupos y pensionistas. Égloga cimarrona.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.