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Economía

LUIS GARCÍA MONTEROEl dinero se ve más que nunca. Aunque hayan desaparecido las monedas y las operaciones naveguen en la niebla abstracta de las tarjetas de crédito y de las redes financieras, el dinero suena en los ojos, porque la realidad es el espectáculo naturalista de sus consecuencias y nuestros sentimientos, incluso los desvaríos más secretos del inconsciente, han sido escritos con números rojos. Hay ruido de monedas en las conversaciones, las cifras se hablan, se discuten, se convierten en lenguaje. Un sinfín de palabras técnicas y de siglas acude a los periódicos, a los informativos de la radio y a los gráficos de la televisión para demostrarnos que el dinero ha perdido sus escrúpulos y es un amigo feliz, borracho y deslenguado. La gente educada no hablaba antes de sexo ni de dinero en la mesa, porque los motivos fundamentales de la existencia se engalanaban con la mitología carnosa del silencio. Ahora, en ese mantel blanco y único de los medios de comunicación, no hacemos otra cosa que hablar de dinero, con el mismo desparpajo que las famosas y los famosos hablan de sus sábanas y del índice bursátil de sus catástrofes sentimentales. La burguesía se ha convertido en una clase completamente literal, igual que nuestras vidas en este mes de septiembre. Al regreso de las vacaciones, el dinero que no se vio mientras se gastaba, es memoria activa, testimonio, cuevas oscuras en los recibos de Visa y números rojos en las cuentas del banco. Los medios de comunicación interpretan las subidas de precios, las hipotecas en alza, las locuras del petróleo y las previsiones erróneas del gobierno. Igual que los amaneceres del otoño se intuyen en el vocerío del reloj despertador, igual que la tarea parda y resacosa del nuevo curso se nos echa encima, la crisis económica planea como una hoja seca sobre las facturas y los vientos de Europa.

Y se hablará mucho de ella, porque la burguesía literal habla más que nunca de economía, el saber que ha venido a sustituir a la lingüística en el paradigma científico. Durante siglos, la realidad aprendió a borrar sus nombres, a diluirse en un vocabulario enmascarador para ejercer su dominio. Como no le interesaba hablar de la avaricia de sus operaciones económicas, la moral capitalista se transformó en una lección de geografía, en un interés nacional, y se llamó a sí misma Francia, Inglaterra o España. La globalización financiera ha hecho inservible esta cobertura, y no sólo porque las estrategias del dinero circulen sin pasaporte a través de los ordenadores y de las redes de la especulación. Al principio, la inercia del lenguaje y de la geografía invitó a hablar de ideología planetaria, de mundialización. Pero cualquier territorio, por amplio que sea, implica un ámbito de responsabilidad, y es verdaderamente enojoso para el dinero hacerse cargo de un planeta o de un mundo poblado en su inmensa mayoría por pobres que se hacen cada vez más pobres, mientras unas cuantas multinacionales, que se hacen cada vez más ricas, controlan los códigos de la riqueza. Había que buscar otra máscara. El capitalismo ha recuperado su nombre y se ha hecho literal porque le interesa convertirse en ciencia, en saber objetivo, para no hacerse responsable de sus víctimas. Las facturas de la objetividad siempre las pagan los miserables.

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