Qué pasa con el Lliure (I) JOAN DE SAGARRA
El pasado mes de julio se produjo un nuevo enfrentamiento entre la dirección bicéfala del Teatre Lliure (Guillem-Jordi Graells y Lluís Pasqual) y el concejal de Cultura, Ferran Mascarell, como consecuencia del cual la dirección del teatro presentó la dimisión (que no será efectiva hasta finales de año).Surgía así una nueva crisis en el Lliure, y los papeles se dispusieron a sacarle provecho. La Vanguardia llegó incluso a improvisar un "debate sobre el futuro del Teatre Lliure". Del 20 al 28 del pasado mes de julio, ocho profesionales del sector del teatro (Josep Montanyès, Joan Ollé, Joan Lluís Bozzo, Hermann Bonnin, Roger Bernat, Pepe Rubianes, Borja Sitjà y Carme Portaceli) expresaron sus opiniones al respecto. Tratándose de un teatro con el peso artístico, cultural, cívico y, por qué no, político, como el Teatre Lliure, todo hacía prever que el debate se haría extensible a los lectores de La Vanguardia, un periódico que, según me decía su director, suele recibir una media diaria de 300 cartas de sus lectores. Pues bien, el debate sobre el futuro del Teatre Lliure (a diferencia del organizado en el mismo diario sobre el futuro de la sala Zeleste) dejó completamente frío al lector del periódico barcelonés: ni una sola carta se ha publicado, hasta la fecha, en La Vanguardia en torno al "futuro del Teatre Lliure". Un silencio que parece coincidir con el de una gran parte de la crema de la intelectualidad catalana, dado que ni Ernest Lluch, Josep Ramoneda, Oriol Bohigas, Rafael Argullol, Félix de Azúa, Eugenio Trías, Francesc de Carreras, Eduardo Mendoza, Oriol Pi de Cabanyes, Pilar Rahola, Manuel Trallero, Rosa Regàs, el colectivo Floquet de Neu, Empar Moliner, ni el mismísimo Rupert de Hensau (que no Rubert de Ventós) se han manifestado sobre "el futuro del Teatre Lliure". A excepción del caballero Bru de Sala, capitaine du vol des oiseau du roi, el cual, como su propio empleo indica, va a por todas.
¿A qué se debe ese silencio, esa indiferencia, ese feo en torno al Lliure, un teatro que se quiere, que se anuncia como "Teatre Públic de Barcelona"; un teatro que, como dice Borja Sitjà, "es patrimonio de todos", un teatro que, como me decía mi compañero Jacinto Antón, que fue ayudante de dirección de Puigserver y de Pasqual, "somos todos, nos pertenece a todos"?
Aun aceptando que el Lliure "somos todos" (todos los que nos lo merecemos), bueno será recordar que entre esos "todos" destacan el Consejo de dirección del teatro, la Fundación Teatre Lliure, la Asociación de Espectadores del Teatre Lliure, amén de la Orquestra del Lliure, de Cesc Gelabert (la danza), y de todos cuantos trabajan a diario en el Lliure, desde el administrador, Toni Rodríguez, a la taquillera, Noemí Alesan.
Empecemos, si les parece, por la fundación. La Fundación Teatre Lliure-Teatre Públic de Barcelona aparece a los 10 años de la inauguración del teatro (1976). Sustituye a la cooperativa inicial, sirve para dar cabida en la misma a las, a la sazón, tres instituciones que subvencionan al Lliure (Generalitat, Diputación y Ayuntamiento); y sirve, a la vez, para apoyar la conquista de la nueva sede del Lliure, a la cual, después de 10 gloriosos años, el teatrillo de Gràcia aspira (a la sazón, el coso de Las Glorias), más que merecidamente, así como para arropar la figura del, también a la sazón, patrón carismático del Lliure, Fabià Puigserver.
Y es así, para arropar a Fabià Puigserver, que me veo, en 1986, crítico teatral de este peródico y carné número 5 de la Asociación de Espectadores del Teatre Lliure, elevado a la dignidad de patrono de la Fundación Teatre Lliure (previo, eso sí, pago de 100.000 pesetas, el sueldo mensual -al menos el mío-, en aquel año, de un redactor de EL PAÍS).
Lo consideré un honor. Fabià me escogía como patrono -era él quien daba el visto bueno a la lista de los patronos: "Montanyès, patrono vitalicio; Lluís Pasqual, no; reelegible"; toma castaña-; me elegía como patrono reelegible, como Pasqual, a los dos o cuatro años, no recuerdo; y me elegía, supongo, por los 24 artículos que le escribí, la mayoría de ellos en este periódico, en un intento strehleriano de demostrar que un teatro "público" no es necesariamente un teatro "oficial".
Vendí una pequeña acuarela que el pintor Sunyer me había regalado, siendo un niño, en El Port de la Selva, y de las 200.000 pesetas que me dio la familia Maragall, entregué 100.000 a la mayor gloria de Fabià y del Lliure y el resto me lo fui a gastar en un desayuno-almuerzo-merienda-cena en una calanque de Marsella, con un grupo de amigotes.
Durante más de 10 años he asistido a todas las reuniones de la Fundación Teatre Lliure-Teatre Públic de Barcelona. Al principio, en vida de Fabià, llegamos a ser 20, cerca de 20; antes de que dimitiese hará un par o tres de años, éramos dos o tres, más los patronos de la Generalitat, la Diputación, el Ayuntamiento, y, nuevo patrono, el del Ministerio de Cultura. A mí me dijeron, en 1986, que entre los patronos, para aupar al Lliure, para arropar a Fabià, se hallaba "la flor i nata de la Barcelona d'esquerres", amén de algunos nombres del teatro universal: de Strehler a Chéreau, pasando por Núria Espert o por Montserrat Caballé. Me hablaron de Tàpies, de Montsalvatge, de Martí Pol... A Tàpies creo que le vi una vez; a Martí Pol, varias; a los demás, ninguna. Tampoco vi a Guardiola, a Terenci Moix, a Marsé o a la Bella Dorita. Ni a Pere Gimferrer. Con los años, y más después de la muerte de Fabià, lograron aburrirme: los patronos (cuatro gatos) teníamos que limitarnos a decir "miau" a lo que dos, tres, una semana antes ya habíamos leído en el periódico. Me harté, hablé con Lluís Homar, a la sazón el jefe, le dije que no había nacido para florero, y poco después se me dio acceso, siempre y cuando se me invitase, con voz pero sin voto, en el consejo de dirección. Estuve en dos, tres reuniones, una junto a Benach, patrono como yo, crítico teatral de La Vanguardia, y propuse que se trabajara en un texto para explicar a nuestro público, real y potencial, en qué consistiría "el futuro del Teatre Lliure". Todo el mundo estuvo de acuerdo. Luego llegaron Pasqual y Graells, sustituyendo en la dirección a Homar, y nunca más me volvieron a llamar. Y dimití. (Continuará).
P. S. "Inteligencia de las máquinas de escribir. Inteligencia y ciencia de las máquinas de escribir", escribía Savinio, hablando de la suya, una Olivetti M. 40 (la mía es una Lettera 35). Inteligencia y ciencia de los justicieros ordenadores, supongo, de Miquel Alberola e Ignacio Echevarría, los cuales, entrevistando el primero a Fabià Estapé (EL PAÍS, 10 de agosto), y el segundo evocando la Barcelona de Jaime Gil de Biedma (EL PAÍS, 5 de agosto), escriben Boccaccio, con cuatro ces, al referirse al mítico local de la calle de Muntaner, al cual, como es notorio, la gauche divine dejó irremediable y gloriosamente cojo: Boccaccio es literatura; a Bocaccio, por el contrario, íbamos tan sólo a tomar copas y poquita cosa más.
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