Javier
Fumaba Tanausú, un tabaco más oscuro que negro, y el humo se apoderaba de su escritorio, de las conversaciones y de los pasillos de la casa. De su casa y de mi casa, de la casa de su padre y de la casa de mis padres. Recuerdo perfectamente todas sus casas, porque todas eran él, una mezcla de sabiduría práctica y de desvalimiento, de modas antiguas y de sorpresas de última hora, de chalecos hippies y de esos modales y recuerdos que sólo pueden conservar los descendientes de una buena familia granadina. Sus casas encerraban todo el amor del mundo y las conclusiones más arbitrarias. Lo conocí cuando vivía frente al Cine Capitol, en una casa inmensa que le prestó su padre, tan llena de habitaciones vacías, y que nosotros amueblábamos con música de Verdi o de Fauré, con interminables discusiones sobre versos y poetas, con tardes de disfraces y de soledad, con papel de fumar y con una botella de Pipermint, que guardaba encima de la nevera para recordar que no podía beber. Ya en 1980 era un soldado con heridas y necesitaba pasar algunas temporadas en el dique seco. Estaba escribiendo Paseo de los Tristes, pero había que ver también su risa, las risas de Javier, posiblemente la risa más limpia que pueda brotar de cualquier situación disparatada. Había que vernos entonces a nosotros, discutiendo una coma, atormentando un adjetivo, descubriendo las entretelas de un poeta.Con la historia del mundo a cuestas, fuimos de la casa de Pedro Antonio de Alarcón a la casa de San Antón, y pasamos luego del enamorado del Segundo B en las espaldas de la Gran Vía al enamorado del ático en el Zaidín, en la calle de Monseñor Óscar Romero, donde se durmió, hace un año, con una despedida de pólvora en la frente. Se reiría de mí si yo escribiese ahora que sigue vivo, pero no podría negarme que sigue aquí, muerto, bebiendo, sin beber, subrayando los libros con una aplicación de cazador furtivo, quitándose las gafas redondas para secarse los ojos y opinando con frases tajantes sobre el capitalismo, las mujeres y la poesía española contemporánea. Fue mi hermano mayor, sobre todo para regañarme, para decirme que saludaba a demasiada gente, porque el mundo está lleno de falsos camaradas. Y yo me dejaba regañar por mil motivos, porque su orgullo nacía de su debilidad sentimental, porque tenía derecho a regañarme, porque ser fiel a sus rotundidades era ser fiel a sí mismo, porque aprendí junto a él lo que significa la poesía, porque nadie buscó nunca con tanta intensidad una buena metáfora y todos esos sueños desconcertados y rotos que hay detrás de la palabra comunismo.
Yo no supe explicarle que la perfección es un abismo peligroso, y a veces, incluso, nuestra peor coartada, la estrategia más agresiva del enemigo. Hay que escribir lo que se puede, Javier, y seguir viviendo, aunque los versos no sean ese conjunto de palabras perfectas que cambian la vida y provocan una revolución en cada sílaba. Peor es el silencio, peor es olvidarnos de que somos resistentes, individuos muy raros, extraños personajes que debemos negociar a cada rato nuestra supervivencia.
La Asociación de Vecinos del Zaidín, en sus fiestas de septiembre, le ha concedido un gorrión de plata con carácter póstumo al poeta Javier Egea. Le hubiese encantado este premio.
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