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Reportaje:

Mirar dónde no entienda nada

Tereixa Constenla

A la vuelta de los años, cuando recuerde la primera reconstrucción de ojos a la que asistió en su vida, rememorará el rostro de un niño húngaro. Este verano, mientras pasaba unos días junto a su familia en la populosa playa de Matalascañas, cerca del Parque Nacional de Doñana, tenía aún muy frescos todos los pacientes que han pasado por el quirófano del hospital de la escuela universitaria de Medicina de Debreceu (Hungría). Josefina Márquez Fernández, de 22 años, después de meses de reclusión académica para sacar adelante 5º de Medicina, que describe como agotador e irrepetible, no tenía preferencias por el país que elegir para hacer prácticas en el extranjero. Sólo una condición: "Quería un lugar con un idioma que no entendiera nada".La petición, una pizca insólita en principio, perseguía un doble objetivo: una inmersión en la medicina clínica y otra en el inglés. Cuando su amiga Silvia Expósito, que la ha acompañado en la aventura, la visitó en su casa de Sevilla para acordar el destino que elegirían. Márquez, aquejada de una salmonellosis, sólo atinó a decirle: "Hungría o algo así donde pueda hablar inglés". Lo logró.

Durante un mes ha vivido en un país dónde no entendía absolutamente nada, ni siquiera los carteles de las calles, y que le sorprendió por la tranquilidad y el nivel económico. "Está mucho mejor de lo que yo me esperaba", dice. Tanto la tecnología como la técnica hospitalaria, además, no difieren demasiado de lo que conoce de España.

La experiencia le ha dejado tan buen sabor de boca, que ahora se arrepiente de no haber aprovechado antes las prácticas que organiza la Federación Internacional de Asociaciones de Estudiantes de Medicina (IFMSA) en el extranjero.

Aunque la iniciativa le haya costado dinero -la beca sólo cubre alojamiento, una comida y las prácticas-, Josefina Márquez lamenta los años perdidos: "Ya no sólo es por la experiencia en el hospital, es también la humana y cultural".

Pero la estancia ha estado claramente marcada por el contacto con el quirófano. En pocas semanas, ha contemplado montones de operaciones de cataratas y, por vez primera, asistió a la extracción de un ojo. "Es algo que un oftalmólogo no desea hacer nunca, es lo último que se hace", dice. A Márquez le atrae esa especialidad porque, entre otras razones, le asegura el contacto humano: "No me gusta la cirugía porque el paciente está dormido, y yo prefiero que haya trato con la gente".

Las prácticas en Hungría le han ayudado a corroborar esa inclinación, alimentada por el buen hacer del oftalmólogo que ejerció como tutor y a pesar de que su papel fue siempre pasivo. "Son operaciones que haces a través del microscopio, así que no puedes ayudar, aunque a veces me dejaban mirar directamente, en vez de en la pantalla", recuerda.

No logró, pese a las promesas iniciales, "operar" ojos porcinos. Una propuesta que la había entusiasmado porque, aclara a los profanos, se asemejan notablemente a los órganos humanos y no es fácil hacer prácticas con ellos.

"Preguntaba todos los días, pero me dijeron que había algún problema con las carnicerías y que no suministraban", confiesa Josefina Márquez. La estudiante, que decidió darse de baja de Médicos sin Fronteras como un ejercicio de coherencia -"para estar a medias es mejor no estar"- hace unos años, repetiría su experiencia internacional sin dudarlo.

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Portugal desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera de temas sociales en Andalucía en EL PAÍS y en el diario IDEAL. Es autora de 'Cuaderno de urgencias', un libro de amor y duelo, y 'Abril es un país', sobre la Revolución de los Claveles.

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