Dimite y vencerás
La primera reacción ante un ministro que dimite en nombre de sus convicciones es de simpatía. Jean-Pierre Chevènement representa para la izquierda lo que Charles Pasqua para la derecha, el recuerdo de los orígenes, de las mil y una batallas en las que se funda la actual prosperidad. Es verdad que Pasqua no dimite, sino que se equivoca de caballo ganador, pero los dos comparten la tentación de tener razón contra todos.Hijo de profesores, estudiante modelo siempre becado por el Estado, a Jean-Pierre Chevènement nunca le falta una buena frase para elogiar la República y a sus servidores. "Un ministro del Interior es la mujer de la limpieza del Gobierno. Tiene que ocuparse de que el apartamento esté como los chorros del oro".Su actual dimisión, la tercera como ministro a lo largo de su carrera, parece cerrar una trayectoria comenzada como ideólogo izquierdista al servicio del maquiavélico François Mitterrand. En 1971 éste necesitaba revitalizar el moribundo partido socialista del que acababa de apoderarse. Chevènement, que desde 1965 dirigía el CERES, un club de reflexión, tiene la tarea de modernizar el discurso y el programa del partido. "El marxismo es el horizonte cultural de nuestra época", le gustaba decir al joven Jean-Pierre. Y de ahí un programa repleto de nacionalizaciones, de "ruptura con el capitalismo". La fórmula es clásica: el partido se conquista desde el radicalismo; el electorado, desde el centro.
En 1983, Chevènement descubre el sentido de la fórmula. Su programa radical está a punto de arruinar el país y Mitterrand opta por "el rigor". Es el final de las continuas alzas salariales y de las ayudas a empresas ruinosas y el principio de las reconversiones industriales en nombre del franco fuerte. Él deja el Gobierno indignado ante la traición colectiva de sus ideales. Consigo se lleva la idea de la pureza.
La historia, que tanto agrada a Chevènement, nunca ha querido darle la razón. Un comentarista político ha podido escribir que el recién dimitido ministro es "el ardiente defensor de todas las ideas muertas". En efecto. Partidario de la nacionalización cuando todo el mundo privatiza, del centralismo en plena regionalización, del proteccionismo cuando el liberalismo se impone, del servicio militar obligatorio cuando se profesionaliza el Ejército, de los tradicionales aliados serbios cuando su país opta por primera vez por ayudar a los musulmanes de Bosnia o Kosovo.
Chevènement tenía que estar en el Gobierno para que éste no olvidase nunca el camino recorrido, para que los socialistas supieran de dónde venían. Según este guardián de las esencias, Maastricht y el euro iban a hundir la economía francesa y a multiplicar el paro de la misma manera que Europa iba a privar a la nación de independencia para seguir existiendo internacionalmente. Cuando la guerra del golfo Pérsico y su segunda dimisión, Chevènement se sintió pacifista y se vio reencarnando a Jean Jaurés, líder histórico de la izquierda francesa. El personaje ha asumido sus distintos papeles de incorruptible, se equivoca con tanta regularidad y convicción que hoy, esa misma Francia que habita en un 95% en las ciudades pero que dice tener un alma campesina, se identifica con él. A derecha y a izquierda.
Dado que los políticos no gozan de especial confianza por parte de la opinión pública, alguno de esos políticos tenía que explotar la virtud como gancho. Un ministro que dimite con perseverancia, que parece no tener una querencia irrefrenable por el poder o el dinero, es siempre bien visto, es un símbolo de la virtud. Luego nadie recuerda que Chevènement como ministro de Industria pasaba revista, una vez a la semana, a los presidentes de las empresas nacionalizadas como el director de instituto visita por sorpresa la clase de ciertos profesores; nadie recuerda tampoco que Chevènement dimitió cuando comenzaron los bombardeos sobre Kuwait, pero no seis meses antes cuando se preparaba la invasión; nadie recuerda tampoco el papel desempeñado en Córcega por Bernard Bonnet, el prefecto que ordenaba quemar los chiringuitos playeros ilegales pero olvidaba en la playa pasamontañas de gendarme impregnados de gasolina. Bonnet era un hombre de confianza de Chevènement.
Los balances ministeriales del hoy nuevamente dimisionario Jean-Pierre Chevènement parecen siempre mejores de lo que son en realidad porque el hombre ha tenido siempre la preocupación de abandonar el barco antes de que se hunda -o de que el ganador llegue a la meta, también es cierto- y de reclamar para sí la pureza de ideas que van a ser traicionadas. Juzgar resultados concretos, atribuirle porcentajes de error o acierto a alguien que sólo se mueve por ideales, parece mezquino. Que Jospin logre resolver el embrollo corso es improbable, que su iniciativa de sentar por vez primera a todos los diputados insulares en torno a una mesa y obligarles a formular sus reivindicaciones comunes tenga que desembocar en algo preciso, tampoco es seguro. En el entorno de Chevènement se mezclaban las grandes declaraciones -contra el departamento vasco francés, contra el nacionalismo étnico, a favor de la igualdad de derechos de los ciudadanos- con realidades menos gloriosas, como los repetidos robos de dinamita por parte de etarras o la ya citada fogata de chiringuito, pero otro de los grandes méritos de Chevènement es que siempre ha logrado que se tuviesen más en cuenta sus actos simbólicos que su gestión diaria.
Con Jospin mantenía una buena y larga relación. Los dos son gatos viejos, los dos han sabido jugar con el aparato, los dos supieron hacer el "inventario" de la herencia mitterrandiana, aunque cada uno la hizo a su manera. Durante estos tres años de ministro de Interior, casi un récord de longevidad en el cargo dentro de la V República, Chevènement ha encarnado lo que se supone que son los valores de los republicanos de izquierda. Ahora, desde fuera del Gobierno, dice querer seguir haciéndolo sin entrar en conflicto con el Ejecutivo. Si algún futuro político le queda al tridimisionario, si de alguna manera puede aprovechar de nuevo la simpatía que acompaña sus portazos, ése es el de intentar reunir a su alrededor las desorientadas y dispersas fuerzas del chauvinismo para volver a ofrecérselas en bandeja al Jospin que, el 2002, intentará ser elegido presidente. Pero puede que la maniobra sea imposible, que yéndose Chevènement se haya llevado consigo algo más que simpatía volátil.
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