Una digna retirada

TEREIXA CONSTENLADespués de descubrir que la mano siniestra de Santa Teresa descansa, secuestrada en un armazón metálico trufado de piedras preciosas, en un convento de Ronda, los andaluces pueden respirar hondo, aunque no vivan en los barrios sevillanos donde cayó hace dos semanas el premio ultramillonario que le permitiría a cualquiera batirse en digna retirada de la vida, en general.
Del verano, en concreto, permitiría afrontar una retirada incluso altiva. A tres días de que la normalidad reine de nuevo en el calendario, darle vueltas a lo que hubiera significado que la eficacia protectora de Teresa de Ávila hubiera sido mano de santa para la economía doméstica y que hubiera señalado con el dedo, aunque esté feo, la cuenta corriente de uno, puede conducir a un arrebato místico. A creer que la vida comienza en septiembre, por ejemplo.
En septiembre, justo cuando da la impresión de que acaba la vida, comienza el colegio, el reencuentro con la oficina y las sesudas conversaciones sobre si la ficha de Figo daría para resolver parte del déficit hídrico de Mauritania y la conversión a la fe verdadera de Alfonso al llegar al Camp Nou. Los hombres hablan siempre del fútbol con una profundidad pavorosa : se asoma un profano a la conversación y se hunde. Cuando alcanzan el estado de gracia, dicen aquello de que el fútbol es así, unas veces se gana y otras se pierde. Lo han copiado de entrenadores y jugadores, que son unos oradores de aúpa pero que se empeñan en disimularlo.
Dicen que en el mes que entra se renueva la programación televisiva, que suele consistir en reformar los decorados y cambiar el vestuario. Por la pantalla asoman los de siempre, aunque un autobús amenaza ahora con atropellar a los espectadores que ya habían sucumbido al voyeurismo de la temporada anterior, en la que medio mundo acabó sin levantar cabeza.
Ahora dirán que se inicia el curso político, sin que nadie hubiera notado cuándo concluyó, porque los próceres de turno siguen repitiendo asignatura. Entrado septiembre comienza a perderse la gama de bronceados, que va desde el barniz prudente al intenso achicharrado. A éstos les suele durar un poco más, aunque sólo es una treta temporal para retardar el síndrome depresivo.
Nada más cruzar el umbral de la oficina, la gente comienza a añorar el griterío de la playa como una estampa idílica. En la oficina sólo puede chillar el jefe. Una injusticia difícil de sobrellevar cuando uno está mal acostumbrado del veraneo, que obliga a gritarle al camarero del chiringuito o al niño que se empeña en ahogarse con la primera ola. Por no hablar del vocerío susurrante que se practica en las ceremonias veraniegas de cortejo nocturno.
Llega septiembre y hay que enmudecer, ir a la chita callando a comprar el pan y hacer oídos sordos ante comentarios zahirientes sobre la vulgaridad del verano matalascañero frente al exotismo de las Fiji. Que qué tendrán que no tenga Chipiona. Si el relicario de Teresa de Ávila se hubiera portado, septiembre sería otra cosa.
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