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Reportaje:Cultura y espectáculos

EL TEATRAL Y REPUBLICANO SABINA EN CONCIERTO

Diego A. Manrique

Cuatro y media de la tarde: en pijama y con gafas, Joaquín Sabina desayuna desganadamente en su piso de Madrid mientras revisa los periódicos del día. Sobre la mesa de cristal, los tres inmensos tomos de La voluntad, una historia de la ascensión y caída de los montoneros y otros revolucionarios argentinos. "Los autores no se podían creer que me los había leído de cabo a rabo", dice Sabina, "pero es una historia alucinante, que termina cuando los torturadores de la Escuela de Mecánica de la Armada sacan a cenar a una presa para celebrar que Argentina ha ganado el Mundial de Fútbol de 1978".No parece agobiado por el reloj: en cinco o seis horas debe estar actuando junto al Cantábrico. En Laredo (Santander) están trabajando 25 técnicos y músicos. Finalmente, la furgoneta del artista parte de una calle del barrio madrileño de Lavapiés. Además de Joaquín y el periodista, viajan Jimena Coronado, novia del artista y encargada de las proyecciones, María Ignacia Magariños, manager personal, y Curro Martínez, road manager y conductor. Un trayecto sin apenas música y sin otras revelaciones que comprobar que un famoso no puede entrar en un bar de carretera si está medio lleno. Joaquín recurre al whisky de la nevera. Un cantante mimado, que de repente musita, a nadie en particular: "Oye, no he comido ¿verdad?". También pide datos sobre la última barbaridad de ETA.

El clima se relaja con la escenificación de las delirantes respuestas de Raphael en su última entrevista para este periódico. "No quiero perderme el estreno de la obra esa, Jeckyll & Hyde, a ver si consigo que me enseñe ese disco de plutonio que tiene en exclusiva".

Y el repaso de anécdotas frescas: "Esta gira ha sido la del hermanamiento con toreros jóvenes como Luis Miguel Encabo, José Tomás, Miguel Caballero o Miguel Abellán, gente fresca. Tipos bastante rockeros ¡y capaces de brindarme faenas! Otro momento grande fue cuando Antonio Banderas salió en Málaga a cantar conmigo Y nos dieron las 10. Estaba nerviosillo, pero luego pasamos una buena noche en su casa. Y Melanie me desmitificó a Dylan: asegura que le huelen los alerones. No lo dijo así, pero ella tiene un buen castellano".

Es la tranquilidad propia de una gira que ya ha superado los 120 conciertos, sumando los recorridos a ambos lados del Atlántico. Aun así, cuando el vehículo bordea Bilbao, Sabina revisa el listado de canciones y ordena cambios. Arribamos a Laredo un poco sobrecogidos por el paisaje, especialmente por las monstruosas mutilaciones de las canteras cercanas. El concierto se va a celebrar en el campo de fútbol y a la estrella se le ha improvisado un camerino en las dependencias de la masajista, "primera vez que me ponen un jacuzzi, aunque falten las groupies desnudas". Por el contrario, una vez más se ha ignorado el rider, esa lista de alimentos y bebidas exigidas por contrato: no hay ni leche ni plátanos, pero sí mucha comida salada, abundancia de las celebradas anchoas de la zona.

En el vestuario contiguo los músicos aguardan. El guitarrista Tony Carmona telefonea a su chica, la soprano Sonia Terol, que acaba de actuar en Roma dentro del Woodstock de los jóvenes católicos, "pero resulta que ni siquiera estaba el Papa cuando salió al escenario". Bob Sands, el saxofonista estadounidense, se pasma de que su CD de jazz haya vendido más en Japón que en España, donde ha sido editado. Olga Román, la corista, también tiene un disco en el horno. Pedro Barceló, el batería, evoca su temporada con Georgie Dann. Antonio García de Diego, multiinstrumentista, especula sobre el anunciado disco quíntuple de Calamaro, "es cierto lo que dice de la pereza de los músicos". Pancho Varona ha pasado de la guitarra al bajo en esta gira, que ha incluido su concierto número 1.000 con Sabina. No recibió una medalla al sufrimiento: "Fue en Buenos Aires y me sacó dos chicas en pelotas al escenario. Yo hubiera preferido que salieran de una tarta, como en las películas".

Incertidumbre: llueve suavemente y se teme que se suspenda el concierto. "Que decidan de una vez", ruge Sabina, "no soporto esperar en los camerinos. ¿Entiendes ahora que procure llegar lo más pegado posible a la hora de salir?". Vuelta a hacer gárgaras, otra cucharadita de miel. Finalmente, se consigue secar el escenario y, pasadas las once, los músicos entran disfrazados al escenario ("es un espectáculo muy zarzuelero y hasta mis íntimos se transforman en actores o figurantes"). Pura adrenalina, Joaquín Sabina esgrime un bastón que termina destrozando contra los monitores.

Van cayendo 26 canciones arrebatadoras más un interludio para que Varona, García de Diego y Carmona canten temas propios. Algunas piezas se han agriado, como Princesa en un arreglo rock, y otras han echado raíces, caso de Medias negras, ahora con un montuno que "he copiado de la versión de Willy Chirino, uno de los pocos cubanos de Miami que se atreve con mis canciones". Son casi tres horas de concierto que, créanlo, pasan rápidas. Ante un público misterioso, que aplaude la diapositiva con Javier Krahe -"si les gusta tanto Krahe, ¿cómo es que no se compran sus discos?"- pero también la grabación del parte radiofónico que anunció el final de la guerra civil -"quiero creer que entendían mi mensaje republicano"-. Hay insultos para los etarras, muchas dedicatorias y bromas infinitas a cuenta de los sombreros de Pancho Varona y su club de fans.

De vuelta al camerino, comienza lo que Joaquín llama el besamanos. "El pasado año me negaba a recibir después del show y me gané muchas enemistades; ahora he decidido ser simpático, y ya verás el resultado". Efectivamente, algunos de los visitantes son una pesadilla. Durante una hora, desfilan señoras y señoritas que van de lo impertinente a lo seductor, un amigo hindú de los tiempos de Londres, hinchas tristes del Atleti, la inevitable pregunta de si es Laredo "el pueblo con mar" de Y nos dieron las 10. Regalos insólitos y docenas de fotos y autógrafos. Las fuerzas vivas locales, incluyendo una dama que asegura llevar 30 años escuchando a Joaquín -"qué intuición, en 1970 yo no sabía ni coger una guitarra"-. Y el promotor, francamente satisfecho, que reconoce 5.000 espectadores, aunque el artista tiene una regla: "Siempre te dicen las tres cuartas partes o la mitad". Como se supone que el caché de Joaquín Sabina está por los 10 millones de pesetas y las entradas costaban unas 3.000 pesetas, hagan las cuentas y entenderán las sonrisas.

Hacia las cuatro de la madrugada, la comitiva se acuesta en el hotel de Santander. Pero no el Vampiro de Lavapiés, que enciende la televisión y se topa en La 2 con B. B. King tocando en San Sebastián. "¡Qué decir de un país que pone algo tan fantástico a esta hora. Aunque más me asombra que el hombre siga tocando 300 conciertos al año". Se rumorea que B. B. tiene deudas de juego y muchos hijos, ¿cuál es la excusa de Sabina? "Pues que el escenario es droga dura. Un actor es aplaudido al final de dos horas, mientras que a nosotros nos ovacionan cada cuatro minutos". Comienza una tertulia musical que se prolonga hasta el amanecer. Al poco, cae sobre Santander una tromba de agua que inunda bajos, arrasa mercadillos, revienta alcantarillas y saca a la calle manadas de ratas nadadoras. La expedición madrileña no llega a enterarse.

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