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Tribuna:
Tribuna
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¡Regatas de pateras!

La floreciente industria cultural, destinada a blanquear la fachada a menudo tiñosa de ciertos Estados, instituciones públicas y grandes empresas y bancos, engendra desde hace unos años una proliferación vertiginosa de congresos, cursillos, mesas redondas y conferencias sobre temas más o menos consensuados que sirven a veces de pantalla a otras actividades más recatadas y de menor lustre.Unas brillantes jornadas acerca de los "Jardines de Al Ándalus" pueden desviar la atención de la expulsión simultánea de decenas de inmigrantes magrebíes indocumentados o una reunión de personalidades selectas tocante a "El mestizaje y el diálogo entre culturas", de una nueva operación de castigo al inocente y sufrido pueblo iraquí, primera víctima de Sadam Husein.

En lo que a mí concierne, recibo una media de cuatro o cinco invitaciones mensuales a toda suerte de coloquios más o menos relacionados con temas próximos a la esfera de mis preocupaciones y estudios de autodidacta. Careciendo, como carezco, del don de la ubicuidad y de la ciencia infusa de nuestros sabios de tertulia, me veo forzado a contestar con una negativa cortés o a dar la callada por respuesta, aunque esta última y negligente opción entrañe el riesgo de ser tomada abusivamente por aquiescencia y de que mi nombre aparezca en consecuencia en el programa de actividades de algún congreso o universidad de verano de una de las diecisiete Autonomías.

Dichas invitaciones son por lo general sobrecogedoramente concretas, diríase que prefabricadas para ser entregadas al destinatario llave en mano. Proponen a éste el título de su intervención, la extensión de la misma -número aproximado de palabras que un neanderthal como yo debe contar a dedo-, la fecha y hora de la comparecencia, así como el elenco de amenos o indeseables copartícipes: sólo falta una directiva precisa sobre el vestido y calzado. A veces, con las prisas, se confunden de destinatario: en una ocasión recibí en mi domicilio, con mucho retraso -la fecha había caducado- una invitación dirigida a otro escritor barcelonés y lamenté no haber ido en su lugar pese a nuestra manifiesta disimilitud física. Un cambio temporal de personalidad hubiera estimulado mi invectiva. ¡Qué alivio dejar mi piel y huesos en el armario y endosar una identidad distinta! Mi charla, con careta o sin ella, habría sido innovadora y divertida. ¡Podría haber revelado facetas ocultas de la personalidad de Pepe Carvalho e inventar incluso una receta de cocina!

Mi anecdotario sería prolijo y lo compendiaré en dos ejemplos. Un día, Monique Lange recibió desde Roma la llamada de una amiga, para decirle que aquella misma tarde asistiría a mi conferencia. "¿Qué conferencia? ¡Pero si está en París!". "No puede ser, acabo de leer el anuncio de que habla hoy sobre el Mediterráneo". Monique se volvió hacia mí: "¿Qué diablos haces aquí si deberías estar en Roma?". Apenas si me creyó cuando le dije que el primer sorprendido por la noticia era yo. Me puse al teléfono y aconsejé a nuestra amiga que acudiera al acto. "Dime luego si estuve bien y cómo reaccionó el público". Por desdicha no fue y me quedé con las ganas de saber si mi actuación estuvo a la altura de las expectativas de los amantes del que, desde la orilla sur, llamamos Mare Vostrum.

El otro caso tuvo menos suspense y se resolvió por sí solo. El recorte de un periódico de provincias me informaba de que había pronunciado el discurso inaugural de un cursillo o ciclo de charlas en una universidad asturiana. Mi alivio fue grande al saber que mi intervención pertenecía al pasado y podía descansar tranquilo. Nunca averigüé el contenido de la misma ni si salí airoso de la prueba. ¡En la beatitud de mi satisfacción por el deber cumplido ni se me ocurrió siquiera la idea de reclamar los honorarios!

Si me demoro en estas anécdotas más de la cuenta ha sido para mostrar hasta qué punto el espectáculo de la cultura o, por mejor decir, la cultura como espectáculo suplanta no sólo a la cultura a secas sino que esfumina y aun evacua nuestra percepción de la realidad. Mis "prestaciones" virtuales en Roma y Asturias eran no obstante reales por el hecho de haber sido anunciadas en letra impresa. Poco importa que yo me hallara a mil kilómetros de distancia, si había constancia de que figuraba en los dos "eventos" (empleo con deliberado sarcasmo el atroz anglicismo): la historia se crea a partir de pruebas documentales y el cartel y el recorte de prensa eran el testimonio irrefutable de la relatividad de las cosas y del imperio absoluto del diseño virtual.

¿Qué hacer frente a ese rodillo que allana cuanto pisa sino oponer una inercia que, en razón de su insignificancia, será barrida por la avalancha incontenible de la inanidad? Vivimos en la hora de la noticia, en la que cualquier escritor, intelectual o artista existe fugazmente en cuanto noticia: una serie televisiva transforma, por ejemplo, la muerte de aquellos en espectáculo, filmando a los voluntarios en un plató único o, dicho en términos crudos, invitándoles a poner el cadáver, ya que el programa se encarga del resto. Como observa Rafael Sánchez Ferlosio ("Borriquitos con chándal", Abc 17-6-2000), la avasalladora invasión de lo público por lo privado conduce no sólo a desdibujar las reglas del juego -el equilibrio entre uno y otro preconizado por el viejo liberalismo- sino también a trivializar y pervertir el significado de los hechos y de las palabras. Hoy sabemos más cosas que nunca, dicen nuestros programadores sociales; pero se olvidan de añadir: "aunque cada vez menos importantes". La cultura instantánea, concebida como aquellos horrendos sobres de Sopa Prisa que consumíamos durante mi infancia, se manifiesta en la multiplicación de escenarios y tertulias en los que el contenido de lo que se discute carece de relevancia. Lo que cuenta es la imagen del conferenciante o entrevistado, su presencia virtual. Ver a Fulano y adormilarse o bostezar mientras habla del tema escogido vale la inscripción en el curso de la universidad de verano (la otra, la otoñal, reluce menos). Y si Fulano no viene, pero su nombre se halla en el programa, su lección magistral podrá ser incluida en el currículo.

¿Qué hacer, repito, frente a ese pegajoso barniz en el que se enviscan los autores del simulacro cultural y quienes participan, inocentemente o no, en el mismo?

Como un puñado de colegas que respeto, tengo por norma el escribir sobre lo poco que sé y no sobre lo mucho que sé o que conozco sólo a medias. Si hay alguien con mayor dominio que yo en el tema, le cedo gustosamente la palabra y me instruyo en el asunto leyéndole o escuchándole. Por eso, en los últimos veinte años me limito a tratar, fuera del campo puramente literario, de asuntos desatendidos por ser de escasa rentabilidad política y social: ya sea de conflictos aparentemente remotos (pero que siento próximos por haberles seguido la pista y haberme tocado a lo vivo), como fueron o son los de Bosnia, Argelia o Chechenia, ya de materias ajenas hasta hace unos meses a los intereses y preocupaciones de nuestros políticos e intelectuales, como las del racismo, xenofobia e inmigración.

Esos temas son para mí viejos conocidos, con los que convivo desde hace cuarenta años. Mi larga residencia en París y los cursos universitarios en Nueva York -además de mi familiaridad con el mundo árabe-musulmán- me procuraron una experiencia de la que me serví para exponer en numerosos ensayos y artículos de prensa la necesidad de fomentar en España una educación democrática, conforme a nuestra rápida transformación de país de emigrantes en flamante país de inmigración. Cuanto acaece hoy (inmigración clandestina, tráfico de seres humanos, mafias, esclavitud, naufragio de pateras, muerte o captura de inocentes "indocumentados"), era previsible desde comienzos de los 80, pero mis más que modestos toques de atención al resurgimiento del racismo antigitano y antimoro (así como el mostrenco desprecio a los sudacas) cayeron en saco roto. La clase política, salvo muy raras excepciones inoperantes, prefería desentenderse del asunto, y cuando las consecuencias nefastas de dicha actitud saltaban a la vista y apunté a ellas en febrero de 1998 con respecto a El Egido, únicamente coseché un laurel: ser declarado persona non grata por el alcalde y el conjunto de los ediles del municipio.

Por fortuna, después de las sobrecogedoras escenas de "caza al moro" -remedo de las acaecidas durante la "gloriosa" expulsión de los moriscos practicada por Gaspar Aguilar-, las cosas están cambiando deprisa a remolque de los hechos, y así, tras la lectura de opiniones bien asentadas como las de Javier de Lucas (El PAÍS 10-6-2000) y Manuel Pajares (16-6-2000) y, sobre todo, del artículo de Juan Aranzadi -en el que veo al fin establecer un nexo histórico entre el fanatismo autista de los "vizcaínos" y carlistas viejos disfrazados de neorrevolucionarios resueltos a limpiar el país de maketos y traidores, y el de los cristianos viejos revestidos de las prendas y atributos exteriores de europeos nuevos contra los moros de El Egido-, me creo dispensado de insitir en el tema e incurrir con ello en la reiteración. Otros lo harán en adelante con mayor conocimiento de causa que yo. Los políticos pueden, y deben, repetirse. Los escritores, no.

Tal como están las cosas, cansado ya de invitaciones para intervenir en mesas redondas sobre temas rentables -para sus promotores- como pueden ser "El Mediterráneo", "Diálogo Norte-Sur", "El Islam", "Al Ándalus" o "El mestizaje de culturas", sólo se me ocurre sugerir a la sección de Viajes y Aventuras de este periódico unas ofertas originales de vacaciones todo pagado que vayan desde el rodaje garantizado en vídeo del naufragio o captura de inmigrantes en los farallones de Tarifa -con posibilidad de intervenir en persona, mediante un plus, en el socorro o aprehensión de los ilegales-, a una reñida y emocionante regata de pateras con salida puntual del malecón de Ceuta y llegada aleatoria a las costas de Cádiz o Málaga, a menos que las corrientes del Estrecho las empujen, sin peligro alguno para sus ocupantes dado el eficaz dispositivo de vigilancia de la empresa promotora, a nuestro irredento Peñón de Gibraltar.

¡Una sugerencia infinitamente más incentiva y menos costosa que un adocenado safari por tierras de África!

Juan Goytisolo es escritor.

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