Linda
Estoy desolado. Nunca presumí de darme maña entre los fogones, pero tampoco me reconocía como un inútil en la cocina. Mi madre llegó a aplaudir ciertas habilidades que desarrollé en el tratamiento de esos garbanzos precocinados que venden envasados en frascos de cristal y que yo pasaba por la sartén acompañados de unos pedazos de jamón serrano. Eso me parecía una obra de arte culinaria.Creí igualmente el haber conseguido darle un punto especial a las tortillas francesas, aunque no tuviera más secreto del que jactarme que batir intensamente el huevo hasta convertirlo en espuma y efectuar una pequeña removida en el centro al verterla sobre el aceite muy caliente. Aquello también me lo celebraba mucho mi madre.
Y es que mi madre es una santa. Santa, pero no tonta, porque siempre deja dicho que donde poseo más sabiduría es en el comer, no en el hacer lo que, ahora que lo pienso, resulta una forma sutil, y sobre todo maternal, de manifestar que sólo valgo para sentarme en la mesa y que entre las cacerolas no daría pie con bola.
Hago esta reflexión con amargura al comprobar que mi egolatría impenitente me mantenía engañado enmascarando tan absoluta impericia culinaria. Ineptitud que descubro al conocer el comportamiento de los siete chimpancés del Zoo de Madrid y que, según cuentan, están asombrando al mundo.
Resulta que hay una mona llamada Linda que parecía más lista que la media y a la que observaron atentamente por su forma de proceder en las horas de la comida. Linda no come las manzanas y las zanahorias como suelen hacerlo los de su especie, es decir, a lo bestia, sino que previamente somete a las frutas y hortalizas a un proceso de trituración, o sea, las convierte en puré.
Semejante habilidad no es el resultado de la paciencia de los empleados del zoológico en enseñarla a hacer monadas ni de ningún programa científico de aprendizaje; ella cocina su puré porque tiene algunas deficiencias en la dentadura y le gusta la verdura bien pasadita, no como la pone el servicio de comidas del recinto. Tampoco le han proporcionado a la mona instrumental alguno que le facilite su labor; Linda no dispone de una batidora eléctrica, ni siquiera de uno de esos pasapurés de manivela que se utilizaban antaño y que luego era un asco limpiarlos. La pobre tiene que arreglarse con una esquina del muro de hormigón de su jaula, donde raspa una y otra vez los productos de la tierra hasta obtener la textura deseada. ¡Esto que les digo no es asunto baladí a juzgar por el asombro provocado en la comunidad científica! Y es que a la destreza culinaria demostrada por Linda hay que unir la capacidad, igualmente probada, de enseñar sus habilidades a los otros chimpancés que la acompañan y que ya no se comen ni una naranja sin pasar previamente por el exprimidor de hormigón. La prestigiosa revista New Scientist, cuyas páginas tratan ampliamente el caso, recuerda que se daba hasta la fecha por asumido que la capacidad de manipular la comida, calentándola o convirtiéndola en puré, era una característica exclusivamente humana. Así que Linda y sus seis pinches han dado un vuelco a los fundamentos científicos haciéndonos retroceder de paso en el escalafón a los pobres humanos que apenas acertamos a freír un huevo. Entiéndase, por tanto, mi aflicción al comprobar la posición en que hemos quedado y el bochorno a que nos veremos expuestos cada vez que alguien certifique nuestra incompetencia en un campo en el que operan hasta los monos.
Servirá tal vez el agravio para que tome unas clases elementales de cocina que al menos puedan equipararme a la destreza de los simios del zoo madrileño. Permitirá, además, que valore, aún más si cabe, el nivel de exquisitez alcanzado por mi hijo en la elaboracíón del gazpacho, pieza gastronómica en la que no es superado ni por la mano diestra del genial Adriá Ferrá. Y, en definitiva, aumentará mi respeto por los chimpancés, a los que en mi ignorancia no atribui hasta ahora mayor habilidad que la de hacer cuatro payasadas en la pista de un circo o el dejarse poner una gorra hortera para que le tomen fotos agarrado a cualquier turista. Incluso entiendo la conversación telefónica que mantiene Gila desde la selva, donde cuenta que el gorila que raptó a Julita era formal y parecía tener buenas intenciones. Ese primate podría elaborar a su chica una crema de verduras y yo no sabría hacer ni unas tristes sopas de ajo. ¿Es o no para estar desolado?
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