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Tribuna:Viajes
Tribuna
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TURISTA EN SU PROPIA CIUDAD

Sin pasaporte ni cepillo de dientes, salgo de casa dispuesto a emprender un viaje por la ciudad que mejor conozco: la mía. Mi actitud es la siguiente: hacerme pasar por turista no sólo con los demás, sino también conmigo mismo. Observaré Barcelona no con ojos de residente harto de las obras que la han convertido en un moribundo entubado, sino con la ingenua actitud del guiri dispuesto a aplaudirlo todo. Primer objetivo: el mar. Mentalmente, me preparo para el impacto que supondrá descubrir el Mediterráneo. Como un mal actor, practico la introspección y me convierto en un campesino islandés en su primer viaje al extranjero. Me llamo Seljar y nunca he visto el mar, decido.Tomo el autobús turístico y me achicharro en su piso superior sin techo, donde soy víctima de un pesado que me cuenta la historia desde Barcino hasta la influencia judía, pasando por la tendencia a montar barricadas y a perder guerras. Al final del trayecto, corro hacia la playa. Allí está, efectivamente, el mar. Oh. Lo había visto por la tele pero no es lo mismo. Escucho todos los idiomas conocidos más uno. Me informo. Es catalán. Gitano se dice gitano y rumba se dice rumba. Me meto en el agua, sucia y tibia. Tropiezo con un vecino que insiste en que nos conocemos pero yo me hago el islandés. Para vengarse, y contagiado por la plaga de ladrones de playa, me roba las gafas de sol.

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Me voy a las Ramblas. Enseguida me doy cuenta de que parte de mi presupuesto se va a quedar aquí, no por los carteristas, sino por la oferta de vicios legales que invaden sus escaparates. Si nada supiera de esta ciudad cuyo millón y medio de habitantes se marcha para dejar sitio a los tropecientos visitantes y de verdad fuera islandés, ¿qué me atraería más?

Me siento en una terraza y pido unos calamares a la romana con horchata y patatas bravas. Una hora más tarde estoy en el interior de unos retretes en los que constato que la parte más frágil del viajero no es la cartera, sino el sistema digestivo. ¿Por qué cuando viajamos hacemos cosas que nunca haríamos en nuestra ciudad?, me pregunto. Tras esta pausa intestinal, me desplazo, en taxi, hasta la Sagrada Familia. Se trata de la prueba terrenal de que acercarse a Dios es un proceso lento. El padre de la criatura es un tal Gaudí, cuyo dato biográfico más popular es, según el taxista, haber sido atropellado por un tranvía bajo los efectos de un hongo modernista. Hay demasiada gente, así que cambio de programa y me traslado hasta el Parque Güell. Resumen de la cosa: más Gaudí. El atardecer me pilla en unas galerías comerciales en las que me dedico a comprar postales (¡y dále con Gaudí!) y a escribirme algunas a mí mismo que dicen: "Acabo de comprarle una camiseta de Figo a un paquistaní". A las doce de la noche deambulo por unas Ramblas que parecen un congreso de tipos buscándose la vida. Horrorizado por el precio de las casi treinta mil plazas de los 160 hoteles locales, decido pasar la noche en blanco y detenerme en un bar de una plaza en la que resulta fácil diferenciar los inmigrantes de los turistas: los primeros parecen menos infelices que los segundos. Pongo cara de islandés cosmopolita y me informo sobre la vida nocturna. Unos asépticos indígenas que parecen recién salidos de la ducha se ofrecen a acompañarme. Llevan una camiseta en la que puede leerse esta frase de Francis Picabia: "Como toda ciudad de mala vida, Barcelona está llena de chavales y de intelectuales; los intelectuales de aquí tienen la sangre fría, prefieren el onanismo a la violación". Lo interpreto como una declaración de principios y me dejo llevar. Digamos, para simplificar, que nos vamos de marcha. Por lo que deduzco, aquí la marcha consiste en pasar poco rato en muchos sitios idénticos en los que, en lugar de consumir con moderación, uno se hincha a copas o a lo que sea, circulando por una ciudad en la que casi todo el mundo respeta los discos rojos, lleva teléfono movil y no para de decir "te cagas".

En un momento dado, alguien me grita al oído que el sitio en el que estamos se llama Maremagnun, pero yo entiendo Malemagnum y me da la risa. Terminamos en una nave industrial. Para poder entrar hay que tener piercing en alguna parte del cuerpo. Solución: me grapo una moneda de cinco duros en la lengua y descubro que mi castellano mejora. A mi alrededor, la juventud baila. Mientras intimo con otros turistas tan seducidos como yo por la ciudad, la parte más crítica de mi cerebro intenta olvidar que, cerca de allí, los yonquis empiezan a descender por la desangelada carretera del cementerio. A estas horas deben de estar llegando al túnel -empapelado con sonrisas electorales del alcalde y sus risueños opositores o de grandes circos rusos- que les sirve de pinchódromo y de sala de espera para una anónima sepultura.

Al mediodía, tras despedirme de esos amigos para siempre a los que, espero, nunca volveré a ver, paseo nuevamente por la Rambla. Entro en el mercado de la Boquería. Es lo más bonito que he visto hasta ahora. Alguno de los brebajes que me han dado debe de haberme afectado porque los colores me agreden con caribeña intensidad. Me compro un litro de leche con el dinero que en algún momento de esta prorrogada noche recuerdo haber ganado en el canódromo Meridiana apostando por una galga llamada Peleona.

En un banco de la plaza de Cataluña repongo fuerzas. Intento definir en una frase qué impresión me llevo de la ciudad. Sólo me sale una: "Te cagas".

Un grupo de palomas habla de política. "Barcelona será catalana o no será", le dice la más rechoncha a otra de canoso plumaje que, antes de responder, tiene que consultarlo con sus colegas. Para animarme, le compro un globo a un vendedor visiblemente menor de edad. El globo es una reproducción de un miembro de la familia Disney. Debe contener gas muy potente o yo debo haberme adelgazado mucho porque, de repente, me elevo por los aires, atravieso una nube, me cruzo con un globo turístico financiado por Retevisión y, venciendo la tentación del vértigo, miro hacia abajo. Oh. El dedo de Colón apunta hacia el iluminado césped del Camp Nou, una mancha de luz que contrasta con la de lejanos incendios forestales sobrevolados por aviones, uno de los cuales se dirige, lo sé, hacia mi tierra, lejana y querida Islandia a la que no regresaré porque ya va siendo hora de volver a casa, mi casa.

Sergi Pàmies (París, 1960) publicó en 1998 La gran novela sobre Barcelona (Anagrama).

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