_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La mano de los paíños (2)

Manuel Rivas

RESUMEN: En Londres, un grupo de emigrantes gallegos de los años sesenta que trabajan en un hospital se reúnen cada noche en el pub Old Crow. Entre ellos está Castro, un hombre tranquilo que desprende una especial sabiduría de la vida. Cuando habla, dibuja las historias en el aire con su mano, y los tres pequeños paíños tatuados junto al pulgar parecen remontar el vuelo.

P a í ñ o. Un pequeño pájaro de color blanco y negro, el paíño común (Hydrobates pelagicus) vive todo el año en alta mar, excepto en la época de reproducción. Es el ave marina más pequeña de Europa.(Diccionario de Manuel Seco)

Un día se le escapó un nombre, Irene, pero Castro nunca nos la presentó. Cuando decía no, mañana no puedo, tengo algo que hacer, y la mano cortaba en tajo el aire, sabíamos que ese algo era la tal Irene, que supusimos inglesa o irlandesa, pues él había pronunciado Airín. Y le cantamos la vieja canción que alguna noche de sábado animado cerraba la velada en el Old Crow: Irene, good night! Irene, good night!, good night, Irene! Good night, Irene! Irene, good night!

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

El pelo de Castro era tan cano que le rejuvenecía la cara. De siempre lo recordaba así, como teñido por una nevada lejana. Bromeábamos. ¿Cuántos tacos tiene esa princesa en cada pierna? Los viejos no deben enamorarse, Castriño. ¿Y él, qué edad tenía él? Pensándolo bien, yo sentía a su lado esa rara sensación, la de saber todo sobre él y no saber nada. Por eso me extrañó que aquella mañana de domingo, al atravesar Queen's Park, con un orballo que nos lavaba la cara, me hablase de su cita con Irene. Íbamos a la agencia de viajes, en Portobello, a recoger los billetes de avión para pasar la Navidad en Galicia. Estaba animado. Iba a llevarle a su madre una manta escocesa.

No te rías, ¿eh?, me advirtió. Nos vemos siempre en el museo.

¿En el museo? ¿En el de las momias?

Una vez habíamos ido al British. Pasábamos por allí.

Había un vendedor de castañas a la entrada, en la puerta de la verja, y eso era algo que la mano de Castro no podía resistir. Como tampoco un puñado de cerezas, cuando llegaba el verano. Alegre como un niño con su cucurucho de castañas calientes, siguió con la mirada la riada de visitantes y dijo de repente: ¿Por qué no entramos? Añadió, como para justificarse: Hay calefacción. Y es gratis.

Lo estoy viendo en la sala de las momias, petrificado delante de una vitrina esquinada, la menos llamativa en apariencia, sosteniendo a media asta el cucurucho como una tea consumida que le tiznaba la mano.

¡Te van embalsamar a ti, Castro!, le gritó Regueiro para que se moviese.

Pero fue él quien nos llevó hacia su vitrina.

¿Os habéis fijado? ¡La de Dios! ¡También hacían momias con los animales de la casa! ¡Se llevaban al gato!

Y mucho le dio que cavilar aquel asunto, que esa gente sí que sabía arar con la muerte, pues qué sería de aquel más allá sombrío y hermético sin un gato que mantuviera a raya a los ratones.

No, no. En el de las momias, no, sonríe ahora Castro. En el de las pinturas. En la National Gallery.

Y también añadió, como si yo le pidiese cuentas por citarse con una mujer en un museo: Hay calefacción. Y es gratis.

Pero, ¿también habrá cuadros?

Hay uno increíble, de un caballo grande que hasta parece que va a saltar de la pared. Se detuvo bajo la lluvia e hizo un adorno de crines al viento con la mano. Hablaba con entusiasmo: Pero los mejores, los mejores, ¿sabes?, son dos que hay de temporales en el mar. Mejores que fotos. ¡Mucho mejores! Te sientes zozobrar. Allí, en la misma sala del caballo grande.

Y esa Irene, me animé a preguntarle, ¿quién viene siendo?

En realidad, no se llama Irene.

Cortó la conversación de repente, salió del camino y se adentró en el césped. Había una ardilla hurgando entre la hierba y las hojas secas. La ardilla se irguió sobra la cola, escrutando el decidido andar del intruso, con esa forma de interrogante que tienen en la parada de alerta. Pero Castro pasó de largo, llevaba una ruta muy precisa, y que me era desconocida. Entonces, lo llamé, pensé que se había enojado. Él, sin detenerse, hizo un gesto con la mano, que decía espera ahí, ya voy ahora. Se agachó para coger algo. Al volver, traía sujeto por la punta como la prueba de un crimen el cuello roto de una botella.

¡Qué feo hace en la hierba!

También llovía, pero con una intención de aguanieve, la noche en que salimos para aquel viaje navideño de vuelta a casa. Era una oferta económica, en charter, desde la terminal uno de Heathrow. Habíamos concertado un taxi, uno de esos cab baratos, sin licencia de parada. Londres dormía en un silencio aldeano, de luces tímidas, cobijadas de árboles. Después de tantos años, nos coincidía ir juntos por primera vez, pero ni siquiera de eso hablábamos en la espera sonámbula y destemplada, en el portal de la torre Trellick. Con el tiempo, la emoción del retorno es un recuerdo. Al principio, la maleta del emigrante no pesa, por más que vaya cargada. Pero luego, aunque el equipaje sea ligero, pesa lo que el hombre que la lleva. Castro era fuerte y, cuando llegó el taxi, cogió la suya y la mía para cargar.

El conductor resultó ser un tipo muy joven. Cordial, como si recogiese unos parientes. Era natural de Cachemira, dijo. Escuchaba en la radiocasete música de su país, la voz de una mujer, un ir y venir melancólico que parecía conectado, en una envolvente danza, al movimiento del limpiaparabrisas. De vez en cuando decíamos algo de circunstancias. Castro, que iba en el asiento delantero, le preguntó si en Cachemira había tomates. Y él sonrió y dijo que por supuesto, que era un lugar muy fértil. Al poco, miró de reojo a Castro. Su tono de voz se había endurecido de repente: Disculpe, señor, ¿por qué me ha preguntado si había tomates en Cachemira? ¿Piensa usted que somos un país muy pobre, sin comida?

Pese a aquella extraña reacción, Castro le respondió con aplomo. La mano de los paíños limpió por su parte el vaho del cristal.

En absoluto, dijo Castro. Se lo pregunté porque a mí me gustan mucho los tomates.

El joven volvió a sonreír. Así que la culpa debió ser mía. Porque fui yo quien le preguntó si era feliz en Londres. Íbamos ya por el tramo de autovía que lleva a Heathrow. El joven no respondió. Nos dimos cuenta de que sacudía la cabeza, luchando contra el sueño o cualquier otro acecho. Después se inclinó un poco más hacia el volante y aceleró. Primero, de una manera suave, que parecía ir a la par de la música. Pero luego, a fondo, hasta que la aguja de la velocidad se puso a vibrar. Castro apoyó la mano de los paíños en su hombro: Tranquilo, hombre, tranquilo. Estamos en tiempo.

Y aquella mano fue lo último que vi antes de que el auto patinara contra el pretil, queriéndose echar fuera de la autovía y del cantar de la mujer melancólica.

Continuará

Manuel Rivas (A Coruña, 1957) es autor de ¿Que me quieres, amor? -Premio Nacional de Narrativa 1996-, El lápiz del carpintero y Ella, maldita alma. Su obra está escrita originalmente en gallego

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_