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El salario universal garantizado

Fue a principios de agosto -por eso pudo pasar desapercibida- cuando EL PAÍS publicaba una entrevista con Daniel Raventós, inteligente defensor del salario universal garantizado (SUG). Me permito por ello insistir en el asunto.Mitificar el trabajo es mistificarlo, es decir, falsearlo. Rechazar la propuesta de una renta básica en nombre del sagrado valor del trabajo es acabar chocando con el iceberg en que se ha convertido en la actualidad el empleo: es desconocer la cara oculta del trabajo. Y esto, que sería grave si de autoengaño se trata (si apostamos por el valor del trabajo incluso cuando lo que hacemos cada día es un trabajo sin ningún valor) se torna inaceptable si quienes entonamos cánticos al trabajo realmente existente somos personas que desarrollamos actividades intelectualmente ricas, socialmente reconocidas, seguras y bien retribuidas: en este caso, cuestionar las rentas básicas porque en caso de instaurarlas los perceptores tal vez decidan no acceder al mercado de trabajo para ocupar alguno de los muchos empleos precarios, peligrosos y/o mal pagados, es consagrar una forma de esclavitud moderna según la cual personas que carecen de toda posibilidad de elegir se ven obligadas a trabajar en condiciones indignas. Pero tampoco vamos a reducir el trabajo a su dimensión más instrumental, a un simple medio para la obtención de recursos económicos, despojado de todo valor no económico. Esta perspectiva, consecuencia precisamente de las malas condiciones actuales del trabajo realmente existente, refuerza los aspectos más negativos de la perspectiva anterior, contemporizando en la práctica con cualquier contenido en el trabajo, por más cuestionable que sea, siempre que exista una contraprestación económica. "Para eso te pagan...", "eso va incluido en el sueldo..." Son expresiones familiares que están indicando una reducción del empleo a actividad mercenaria, cuando es mucho más que eso.

Frente a estas dos posiciones, ambas igualmente desvalorizadoras del trabajo y de la persona trabajadora, la defensa de alguna forma de SUG es la única manera de reivindicar hoy la dignidad y el valor del trabajo y de la vida de unas personas que, antes que trabajadoras, son ciudadanas. Benjamin Barber lo ha expresado con claridad: en sociedades donde el título de "asalariado" infunde más respeto que el título de "ciudadano", ¿quién puede culpar a los demás por adoptar un código moral en el que el derecho al voto es voluntario, pero el trabajo es obligatorio? El SUG otorgaría libertad real a las personas para acceder al mercado de trabajo, sin verse forzadas a hacerlo en cualquier condición. Permitiría también compatibilizar a lo largo del tiempo actividades diversas, todas ellas necesarias para el desarrollo personal y para la construcción de un orden social sano: el trabajo para el mercado, la autoproducción, la formación, el activismo social y político, etcétera. Y permitiría, sobre todo, descubrir que nuestra obligación fundamental no es la de crear riqueza, sino la de crear sociedad. ¿O hemos olvidado la leyenda del rey Midas, de su capacidad inmensa para generar riqueza y de cómo esta misma capacidad amenazaba mortalmente su existencia humana?

"Estamos en una sociedad", escribe Godelier en El enigma del don, "cuyo funcionamiento mismo separa a los individuos unos de otros, los aísla incluso en su propia familia, y sólo los promueve oponiéndolos entre sí. Nuestra sociedad sólo vive y prospera pagando el precio de un déficit permanente de solidaridad. Y no imagina nuevas solidaridades distintas a las que pueden negociarse en forma de contrato. Sin embargo, no todo es negociable en lo que crea vínculos entre los individuos, en lo que compone sus relaciones, públicas y privadas, sociales e íntimas, en lo que hace que vivan en sociedad y deban también producir sociedad para vivir". El SUG es una de esas nuevas solidaridades necesarias para producir sociedad, producción sin la cual ninguna otra producción tiene sentido.

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