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CULTURA Y ESPECTÁCULOS

DE LA EXACTITUD AL FUEGO, PASANDO POR LA OPERETA

El Festival de Salzburgo está en su último tercio. Pierre Boulez desempolva el rigor con la 'Sexta' de Mahler, Valery Gergiev la pasión en 'El pájaro de fuego' de Stravinski y Herbert Wernicke no deja títere con cabeza en 'La bella Elena'.

Tiempos de protesta, tiempos de opereta. Herbert Wernicke se trajo de Aix-en-Provence su montaje de La bella Elena, de Offenback, con los mismos cantantes y con la misma versión musical. No ha convencido. Salzburgo es mucho Salzburgo. Wernicke parte de la capacidad crítica, o de denuncia, de la opereta y la traslada a nuestros días. En el esfuerzo por arropar lo corrosivo del texto y la comicidad teatral, la música se esfuma.Primero, por la versión musical para 12 instrumentistas de Olivier Kaspar: plomiza, sin la chispa burbujeante del género. Segundo, por una dirección musical de Stéphane Petitjean, sin ninguna gracia. Y tercero, por un elenco vocal concentrado en el teatro, pero absolutamente disperso en la música. Los resultados, desde el punto de vista del arte de los sonidos, son monótomos. Más aún: soporíferos. Levanta el vuelo Nora Gubisch como Elena, pero muchos de los cantantes están bajo mínimos, desde Alexandru Badea (Pâris) hasta Dominique Visse (Orestes).

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El espectáculo ha envejecido desde su presentación en Aix. La unión artística Mortier-Lissner no ha sido fructífera. ¿Qué queda salvable, pues, de esta Bella Elena? Sin duda, los efectos escénicos momentáneos, algo que el público entendió en su capacidad sarcástica y aplaudió: la escena de la piscina, con los Menelao, Agamenón o Ajax convertidos por cuestiones de puesta en escena en los presidentes actuales europeos con sus bañadores con los colores de las banderas nacionales, leyendo EL PAÍS, Le Monde, Frankfurter Allgemeine, Corriere della Sera o The Sunday Telegraph, chapoteando en el agua, ajenos a lo que se está cociendo fuera; Orestes, con su aparatosa moto irrumpiendo en el orden establecido; un trenecito de juguete, a lo Sthrel en Chéjov, que a veces transporta vagones, otras manzanas y otras tanques y el caballo de Troya. Se salvan algunas imágenes, se difumina la tensión teatral. El humor de Wernicke es, en esta ocasión, grueso. No transmite. Mala cosa. Es un espectáculo que, a los niveles acostumbrados en Salzburgo, no funciona. Cuestión de exigencia, cuestión de adecuación a lo que es cada festival. En fin.

Los conciertos están a tope. Ayer por la mañana, Valery Gergiev dirigió a la Filarmónica de Viena en un ciclo en el que antes han estado Sawallisch o Muti, y en el que en los próximos días estarán Norrington y Mehta. El ciclo de la Filarmónica de Viena: ese toque de distinción de Salzburgo, como decía un aficionado español, en que uno se levanta, toma un cafecito y escucha después los sonidos más excelsos. Gergiev está que se sale. Lo hace todo y lo hace bien. Dirigió una Primera de Prokofiev burbujeante, mozartiana e impulsiva, un Concierto para viola de Schnittke redondo y misterioso, con la imponente intervención de Yuri Bashmet como solista, y, en fin, un Pájaro de fuego de Stravinski, de los que uno se queda a vivir en él. Una explosión de fantasía, de ritmos, de tímbrica, de fuego y de poesía, capaz de enloquecer al espectador menos receptivo. Gergiev está en estado de gracia y este año, en Salzburgo, es su año. La Filarmónica de Viena se sacudió sus enrevesamientos y estuvo a la altura que siempre se espera de ella, es decir, fantástica.

Boulez cerró anteayer un ciclo de cuatro conciertos agrupados con la denominación Boulez 2000, dirigiendo a la Sinfónica de Londres en el estreno de una obra de Olga Neuwirth, no demasiado innovadora, y en dos clásicos del siglo que resolvió con maestría: las tres piezas para orquesta, Opus 6, de Alban Berg y la Sexta, de Mahler, una Sexta con transparencia, con rigor, sí, pero sin ningún desgarramiento.

Y así, la muy estimable falta de retórica no se veía correspondida por un chispazo de pasión. Boulez ordena, controla, dosifica y manda, todo lo cual está muy bien, pero a veces se necesita algo más. No sé, un chispazo de pasión.

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