Una piscina en Puerto Rico SERGI PÀMIES
En otros tiempos, aquí, en la esquina de las calles de Aragón y de Pau Claris, en Barcelona, hubo un teatro. Se llamaba Capsa y programó, entre otras, aquel histórico El retaule del flautista del que no quedan ni las cenizas. Luego, el telón se hizo pantalla y vio nacer un cine de arte y ensayo en el que había que levantar mucho la cabeza para poder devorar películas de, pongamos, Fassbinder. El cine también murió. Ahora el Capsa se llama Conéctate y es un local para usuarios de Internet, abierto las 24 horas y en el que se alquilan, a 200 pesetas/hora, terminales con conexiones más rápidas que las domésticas que te permiten perderte en un mundo virtual y olvidarte del mundanal agosto y su infernal banda sonora.Según este mundo que propone la red, la comunicación con otros terrícolas existe. Aquí, en el antiguo Capsa, incluso parece fácil: hay aire acondicionado, máquinas de café y de refrescos, hilo musical y un ambiente agradable en el que predominan turistas y adolescentes. Tras pagar una hora de alquiler, me conecto. Accedo a una chat con sede en Miami, una rotonda de latinos intereses en la que se charla sobre los más diversos temas. Cuesta, sin embargo, encontrar alguien que no quiera hablar de El Tema.
No me parece mal, que conste, pero hoy estoy de servicio y me apetece más ponerme en contacto con chilenos antipinochetistas que dejarme seducir por las mieles del sexo virtual. Me identifico como Barcelona y voy tirando la caña. Pregunto, provoco, hasta que alguien me interroga. "¿Barcelona de Venezuela?". "No", matizo. Continuamos. "Si eso es comunicarse...", pienso mientras me dedico a responder a los constantes "¿De dónde eres?".
Finalmente, una tal Susie, de Puerto Rico, me habla de su trabajo. Es secretaria en una empresa de instalación de piscinas. Le pregunto si se venden muchas, llevado, sin duda, por mi recién condición de periodista virtual. Ella responde: menos que el año pasado. Y añade: debe de ser culpa del anuncio que pusimos en el contestador automático. "Me encantaría escucharlo", digo, más por cortesía que por curiosidad. "Pues llámame", me propone.
Sin pensármelo dos veces, me desconecto, salgo del antiguo teatro y busco una cabina telefónica. Marco el número que me ha dado Susie. Suenan los bips, más graves que los de aquí. Una voz descuelga. Decir que es aterciopelada es decir poco: habla como si cada mañana se enjuagara la boca con Mimosín. "Llamaba por lo del anuncio", digo. "¿Eres Barcelona?", pregunta. "Sí", digo. "¿Cómo vas vestido?", insiste ella en plan línea caliente. Nervioso, cuelgo.
Y allí, en la cabina del paseo de Gràcia, comprendo que Internet es disgresión y trampa, retablo virtual lleno de flautistas de Hamelin en el que nada es lo que parece y donde, tras una humilde secretaria de una empresa de instalación de piscinas, se esconde, en realidad, una devoradora de hombres. Aunque, pensándolo bien, a los hombres de verdad esas cosas no les ocurren y, si les ocurren, saben cómo manejarlas. Así que, tras comprobar que nunca tendré ni una piscina ni una novia en Puerto Rico, me miro en un escaparate y recuerdo aquella definición que mi amigo Jordi, hijo del Poble Sec, hacía de los hombres: "En este mundo hay hombres, hombrecillos y cagabandurrias". y pienso que estaría bien abrir una web para los de mi especie. Cagabandurries.com sería un buen nombre.
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