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Luces

Según el pintor inglés Michael Andrews, los siete cuadros que componen su serie Luces, pintada entre 1970 y 1974 y expuesta en el Museo Thyssen-Bornemisza, "hacen referencia a la necesidad de liberarse de las ideas que tenemos de nosotros mismos, de lo que llamamos el ego".Madrid en agosto es un marco propicio para ese intento de liberación de los que somos: apenas sin las referencias de uno mismo que nos proporciona el espejo de los otros, nuestro ego vaga casi en suspenso por la quietud rara de una atmósfera que aparenta vacío.

Para su serie Luces, Andrews aludió a las Iluminaciones de Arthur Rimbaud y partió de la noción zen de la liberación que supone la pérdida del ego. Nosotros, espectadores agostados por el calendario, partimos de la experiencia exhaustiva del ego propio y de los egos ajenos, solitarios como los globos aerostáticos que avanzan a través de los cuadros de Andrews en busca de la playa quimérica sobre la que posarse, liberados.

Nos no empuja el aire, en este mediodía de agosto, hasta las salas frescas del Museo, sino la necesidad de un oxígeno que limpie nuestra conciencia personal de la presión ambiental a que ha sido sometida por la violencia del movimiento urbano, por la agresión autoinfligida a través de las tristes expectativas de un ego enorme, cuyo valor paradójico consiste en estar siempre muy por debajo de nuestras posibilidades: somos y seremos siempre mucho más (menos es más) que ese pesado ego que nos supera.

Con el ego inflado, en fin, suspendido y herido en grado sumo; a saber: cuarenta en centígrados a la sombra madrileña. Así llegamos a este Andrews que propone un trayecto de luz que nuestro espíritu siempre intuye o vislumbra, más allá de las farolas de un malecón o una autopista, más allá de la que guiaría nuestra leve evolución por encima de los edificios iluminados (cada ventana un ego comprimido y brutal); que se fundiría con otra, la luz calma del agua y de la arena. Ese ego aerostático, ese globo de nombre propio redondo y excesivo, que no alcanzará, sin embargo, a posarse en otra costa que no fuera la muerte.

La escritora Belén Gopegui, en el catálogo de la exposición, llama calma a esa búsqueda. Y en el último cuadro de la serie, Luces VII: Una sombra, ya no es el globo, el ego, lo que es representado, pero sí su sombra indefectible. ¿Ha sido inútil el trayecto? No. Desaparecido el cuerpo, queda el alma; desaparecido la circunstancia, queda el ser; desaparecidas las fechas, quedará el tiempo. "Flota (...) la impresión de que las personas están ahí perdidas, náufragas, descansan porque no pueden descansar", dice Belén Gopegui del cuadro titulado "El pabellón del malecón", en el que el globo, el ego, está ausente.

Así llegamos a la Thyssen, necesitando descansar porque no hemos podido llegar hasta nuestra sombra iluminada, hasta el conocimiento libre de las ideas que acosan la noche como coches.

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Y en la Thyssen descubro el error de las voces que acusan a los museos de ser espacios conservadores, prisiones de tiempo quieto, mausoleos de afanes detenidos. Descubro que pueden haber pasado, por ejemplo, dos años de sombra, de confusión, de pérdida de rumbo de nuestro ego hinchado, pinchado, linchado, trinchado, de nuestro particular globo a la deriva, pero ahí permanece la luz que un día podría volver a iluminar el ser bueno que fuimos, admirados de amor y de belleza, la luz que dio a nuestros nombres cortos (no a nuestro largo ego) su espejo mejor en el joven caballero con paisaje de Carpaccio o en la Piedad de Ribera o en la partida de naipes de Balthus o en la fachada de Santa María de Utrecht de Saenredam.

Gracias a esa quietud inalterable de los cuadros podemos olvidar el tiempo demoníaco, pues ellos permanecen los mismos para que podamos nosotros al menos ser la sombra que fuimos ante ellos ayer o hace dos años.

Y, si ellos son los mismos, ¿no seremos nosotros también igual a los que éramos? Ser los mismos felices, ser los mismos ligeros, ser los mismos preciados, ser los mismos mejores que ya hicieron un recorrido idéntico a través de sus salas, agradecidos, eternos. Los mismos enamorados que, como en el poema de Rimbaud que inspiró la búsqueda de luz de Michael Andrews, pudieran sonreirse y repetir: "Ha vuelto a aparecer/ ¿Qué? La eternidad/ Es el mar fundiéndose/ Con el sol". La eterna iluminación de la mirada.

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