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Tribuna:Un relato de Pedro Jesús Fernández
Tribuna
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El tacto de la polilla (4)

Poco después de las cuatro del día siguiente, llegamos a Xochicalco, la ciudad perdida de Sara. Bloques de piedra rosácea con relieves e inscripciones; sillares poligonales yaciendo en el suelo como gruesos troncos de árboles; otros, en pie, duplicados horizontalmente por su sombra, se destacaban en el cielo anaranjado; una laguna neblinosa y pálida se adivinaba tras ellos. Todavía aturdido por el largo ascenso, me senté en un desnivel del muro. Al levantar la vista encontré los ojos de Sara mirándome con un aire socarrón. Más tarde conversamos mucho, si bien no hubo una palabra acerca de los motivos de mi viaje o mi relación con la casa de Bernardo. Incluso llegamos hasta la política, a pesar de mi desconocimiento casi absoluto de la realidad mexicana. Le comenté que Bernardo, al referirme a ello, había respondido: No me hables de eso. ¡Malditas elecciones! ¿Puedes creer que están convenciendo a la gente de que esto va a cambiar? Acabaran perdiendo la dignidad y la paz en luchas estériles, engañándose a sí mismos pretendiendo que estos partidos artificiales y los sufragios falsificados pueden alterar nuestra verdadera forma de ser... ¿Y cuál es?, pregunté yo. Eres idiota si no ves. ¿Cuál va a ser? La colonial. La tradición. Sara frunció los labios y meneó la cabeza de un lado a otro: ¡Qué hombre! -exclamó-. Don Bernardo es un antiguo. No comprende lo que está por venir. Es una pena -su voz se tornó formal-: Por fin hay una oportunidad seria de que este país pueda transformarse.En un recodo de la carretera, el coche se salió del asfalto y nos dimos un pequeño golpe contra una piedra. Al comprender que estaba averiado, Sara se aterró ante la posibilidad de repararlo en uno de aquellos pueblos, tenía placa de la ciudad de México y temía que nos estafaran. Esperamos tomando una cerveza mientras lo arreglaban, y, en efecto, cuando le dijeron el precio, puso cara de disgusto, cambió unas cuantas palabras con el mecánico -un tipo bajo y delgado, con bigote, cuya ropa estaba cubierta de grasa casi en su totalidad-, pagó y volvimos a nuestra ruta. El hombre no había alterado un ápice su sonrisa leve durante la negociación. "Es indignante" -dijo Sara al cerrar la puerta. Yo había alcanzado a escuchar la cantidad final, irrisoria al cambio, y contesté con aire resignado que no se preocupara. Replicó de inmediato: Mentar madres es también mi forma de hacerme mexicana. Prosiguió explicándome que así ganaba su derecho a seguir viviendo en aquel país, su posibilidad de no convertirse en una extranjera distanciada de la gente: le bastaba con hermanarse en la queja y en el orgullo, necesitaba esa solidaridad elemental, primitiva, adquirida por motivos de emergencia. Yo alegué que era inevitable, ella misma lo había previsto. Es verdad -contestó-. Pero me queda el derecho al pataleo. Ya te lo dije, soy judía y hay una vieja tradición de mi pueblo que viene al pelo. Un profeta que caminaba por el campo pasó junto a una red tendida y un pájaro que estaba allí cerca le dijo: "Profeta del Señor, ¿en tu vida has visto un hombre tan simple como el que tendió esa red para atraparme, a mí que la veo?". El profeta se alejó. A su regreso encontró al pájaro preso en la red: "Es extraño" -exclamó-. "¿No eras tú quien hace un rato decías tal y tal cosa?". "Profeta" -replicó el pájaro-, "cuando la hora señalada llega, no tenemos ya ojos ni oídos".

Nos echamos a reír. Por momentos, Sara se concentró en la conducción y yo me evadí recordando fragmentos de la conversación del día anterior, preguntándome cómo era posible que mi padre pudiera aferrarse con éxito a una retórica tan caduca, a ese amaneramiento que consistía en inventar la vida y, lo que es peor, creer en el efecto. Todos le habíamos oído proclamar que su única ley era hacer lo que le agradaba, sin resistir la tentación y sin dar explicaciones: sabiendo sólo que se hace, sin pretender hacer o decir lo contrario. Creo que fue la misma Sara quien le objetó: Así, ¿tan fácil? ¿Ninguna duda, ningún debate, nada que haya que ganar con la oración, la responsabilidad o el sentimiento? Para nuestro asombro, Bernardo soltó una carcajada y dijo: Mi mujer neoyorquina, que andaba siempre con gurús, entre meditaciones y otras idioteces, me comentó una vez que los taoístas sostienen que las únicas escrituras dignas de ser creídas son los rollos en blanco.

Por primera vez le contemplé con cierta ternura, percibiendo un trasfondo de miedo en sus pomposas declaraciones al aire que trataba de encubrir agazapándose en la acción, haciendo lo que temía para acabar con el temor. No obstante, reconocí que debía ser una delicia vivir como hacía él, sin la menor inquietud o desazón. Y algo, por dentro -cuya naturaleza no podía precisar-, me insistía en que era imprescindible que volviera a la rutina plana e independiente de Madrid, sin antepasados, sin anterioridad.

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-Estamos llegando a Cuernavaca. Cenaremos en un sitio que va a gustarte.

Se llamaba Las Mañanitas y era, ¡cómo no!, ¿o nunca iba a entender que allí todo era más grande?, un enorme restaurante en cuyo jardín pastaban animales salvajes y había jaulas con pájaros de todas las especies. Hacía una noche magnífica, con la luna asomando entre las nubes en movimiento, tiñendo el paisaje de hollín y plata, y me dejé llevar: acabamos pidiendo escamoles -huevos de hormiga- y quesadillas con carnitas. Después cenamos en un pequeño comedor de aire decadente, sin más iluminación que una vela apoyada sobre un cuenco de plata.

Ocurrió de manera lenta; seguíamos conversando con el mismo entusiasmo sobre cualquier asunto, hasta que en un instante, sin la menor intencionalidad, le cogí con ambas manos para afirmar una idea. Al rozar sus dedos tuve de nuevo la certeza -casi la había olvidado- de que el arrebato es una intuición violenta. Yo me quedé parado, mirándola, pero ella apartó la vista y continuó con su parlamento. Luego fue todo igual, un juego de miradas de soslayo hasta que ella volvía a sorprenderme. A los postres propuso que nos acercáramos a un pueblo llamado Tepoztlán: Vale la pena ir, Cuernavaca es demasiado grande. Son sólo quince minutos en coche. Debo advertir que hasta esa ocasión ni me había planteado donde íbamos a pasar la noche y no caí en la cuenta sino cuando la oí; para entonces ya todo me daba igual y me gustó seguir abandonándome al plan que quisiera proponer.

En el hotel nos acostamos como viejos amantes, despojándonos de la ropa el uno frente al otro sin alterar el tono de la conversación. Al internarnos bajo las sábanas estuvimos largo rato el uno en los brazos del otro, charlando, mirando al trasluz las brumas que flotaban, azules, tras la ventana, en la cresta de las colinas. En un momento dado, la caricia de sus pestañas en mi piel hizo que me tamborilearan las sienes y comenzó una sucesión incesante de respuestas sutiles, de miradas y caricias, un contrapunto de arpegios y resonancias que, ahora, al recordarlo, a Sara debieron llegarle como si su cuerpo se hubiera convertido para mí en un objeto ceremonial, ajeno a ella. Creo eso por la manera en que me interrumpió para volverse a mi cuerpo tendido, la forma en que sonrió, se dio la vuelta y me aprisionó entre sus nalgas. Lo creo por la manera en que se irguió con insolencia y su grupa y la espalda toda dibujaron el violoncelo que soñó y fotografió Man Ray.

Por la mañana paseamos durante horas por el paisaje de Tepoztlán. Sara tenía razón, la naturaleza parecía expandirse en aquel valle rodeado de montañas desde el que daba la impresión de poder ungir las rocas con las manos. Recorrimos sus casas de piedra volcánica, adornadas con arcos de cantera cubiertos de polvo destilando recuerdos secos y acabamos perdiéndonos por las callejuelas de un mercadillo atestado de puestos con juguetes, frutas y cerámicas, donde ella me regaló un muñeco de caña con forma de esqueleto, una calaca.

-¿Cómo es tu esposa? -me preguntó de pronto, con su voz sonora.

-¿Quién?, ¿Marta? -y tras una pausa corta, una mueca y una sonrisa-: Casi tan guapa como tú.

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