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Tribuna:Viajes
Tribuna
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DE IGUAZÚ A TIERRA DE FUEGO

Kilómetro siete

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El sueño de los héroes me había hecho desear conocer Buenos Aires. Obtuve un premio por mi primera novela y decidí gastármelo en un viaje por Argentina, con Buenos Aires como cuartel general. Entre mis preferencias figuraban las cataratas de Iguazú y Tierra del Fuego. En Buenos Aires me hice una fotografía en Iberá y avenida del Tejar, donde se reúne el grupo de amigos de la novela de Bioy. Si existió realmente el café Platense en 1927, no lo sé. Ahora sólo había un chaletito en cada una de las cuatro esquinas. Volé a Iguazú, y de allí a Ushuaia: de la selva subtropical a las inmediaciones del polo sur.Iguazú está en la frontera entre Brasil, Paraguay y Argentina. Significa "gran agua" en guaraní. El primer europeo que vio las cataratas fue el increíble extremeño Cabeza de Vaca, en 1541. Las llamó saltos de Santa María. Pero no voy a hablar de la Garganta del Diablo o del salto Dos Hermanas, ni de la visión desde un helicóptero del cauce alto y bajo del Iguazú; tampoco del agua, lisa y tranquila antes de su violenta caída, que se extiende por una superficie tan amplia que hace difícil adivinar de dónde viene el río. Voy a hablar de unas horas que pasé en un lugar al que quizá no sabría volver.

Me quedaba un día, y quise conocer Ciudad del Este (antes, Puerto Stroessner), en Paraguay. Yo me hospedaba en un hotel de Foz (Brasil). El Puente de la Amistad une ambas ciudades. Ciudad del Este es famosa por su mercado, en el que se venden desde condones con música hasta perfumes o balones de fútbol. La población era mayoritariamente guaraní: pieles cobrizas, narices anchas, pelo lacio y negro. Me fijo en los carteles de unos autobuses: Km 7 Don Bosco, Km 7 Monday, Km 10 Acaray. Hace un calor tremendo, húmedo, y estoy empapado en sudor. Como en un restaurante un guiso con arroz, y pregunto al camarero dónde puedo bañarme. Me habla del Parque Acaray. Cojo, pues, el colectivo Km 10 Acaray. Cuando deja la carretera asfaltada y gira por un camino de tierra, me bajo. El verde de la vegetación y el marrón anaranjado de la tierra son tan fuertes que casi hieren la vista. Pasa un muchacho, al que pregunto si existe por ahí algún lugar en que bañarse. Niega con la cabeza, y me quedo con la duda de si me ha entendido. Un camión renqueante, cargado con troncos de cedro y laurel, toma el camino de tierra y levanta una densa nube de polvo que avanza lentamente hacia mí. Estoy en ningún lugar, desconcertado. Al cabo de un rato, aparece en bicicleta un guaraní de unos doce años. Le saludo, y me devuelve el saludo con el pulgar levantado. Describe unos círculos, se acerca, y deja la bicicleta. Charlamos. Se llama Miguel. No sabe leer, la escuela está muy lejos. Me pregunta si en mi casa de España tengo lavadora, agua, electricidad. Él no tiene agua corriente, pero sí un pozo y una batería para la tele y la radio. Habla guaraní y español. Intercambiamos algunas palabras. Zapatilla, champín. Mariposa, panambí. Humo, timó. Tiene una herida en la pantorrilla, curada con mercromina, y le pregunto cómo se la hizo.-Salió no más.

Cuando pasa un tractor, recuperamos el tráfico de palabras, pero ahora es él quien pregunta.

-¿Y eso?

-Tractor.

-Nosotros también.

Nosotros también. Me entristezco. Pienso en la inocencia de Miguel, en su ingenuidad. En los imperios, en los ricos y los pobres. Permanecemos plácidamente callados, como si fuéramos amigos de toda la vida, y la melancolía me abandona. Mariposas amarillas, blancas y naranjas van de aquí para allá. En lo alto, en un cielo azul pálido, vuela un águila. Es absurdo, pero ése es uno de los momentos más felices de mi vida. Cuando llego al hotel y me veo en el espejo, me doy cuenta de que me he quemado la cara y el cuello. Nadie me ha avisado: inconvenientes de viajar solo.

Vuelo a Ushuaia. Más allá, el cabo de Hornos, los hielos, la Antártida. No hablaré de la turba, ni del cadáver de un castor; tampoco de los bosques de irreprochable belleza ni de los ríos de aguas heladas. Voy a hablar de una segunda equivocación, igualmente dichosa: parece que en este viaje se hace realidad aquello de que a los tontos les acompaña la suerte. Me apunto a una excursión por el canal de Beagle, así llamado por el bergantín británico que entre 1831 y 1836 circunnavegó el globo, con Darwin a bordo. Me confundo de hora y cuando llego al puerto el barco ha partido, como me informan un señorito y un capitán que se disponen a navegar por el canal. El señorito me ofrece llevarme, y acepto encantado: esto es mucho más que una excursión turística. Me pego al capitán, que me presta los prismáticos y me informa sobre flora, fauna y geografía, y que resultará ser un veterano de las Malvinas. Habla pausado, tiene el pelo blanco, las cejas negras, el bigote tirando a rubio por el tabaco -aunque no le veré fumar-, y viste pantalones azul oscuro, chaquetón crema y zapatos marrones de cuero con gruesa suela de goma. Rumbo Este, 90º. A estribor, la costa norte de la isla chilena de Navarino; a babor, la costa sur de la Isla Grande de Tierra del Fuego, en su parte argentina. Yo he cambiado la camisa finísima y los pantalones ligeros de Iguazú por ropa mucho más abrigada. En estas latitudes lo más llamativo de mi aspecto es mi rostro quemado: tengo trozos de piel apergaminada semidesprendidos y lagunas casi rosas que alternan con islas morenas. Soy una serpiente mudando de piel. El mar está como un plato y los flotadores del catamarán cortan como cuchillos el agua gris, verde oscura y negra cerca de la orilla por el reflejo de los bosques. Veo cormoranes, albatros (me acuerdo de La oda del viejo marinero de Coleridge), algunos de ceja negra (parecen pintados como mujerzuelas), lobos marinos, petreles, cientos de pingüinos en la pingüinera de Isla Martillo, a escasos metros de la cual el catamarán se detiene durante un rato... El capitán me ofrece matear. Nunca he probado el mate, pero estoy deseando hacerlo: Emilio Gauna, el protagonista de El sueño..., matea que da gusto. El mate es amargo, una especie de té mezclado con tabaco: me repugna. El señorito me informa que es de mucha confianza compartir el mate, así que tengo que seguir tomándolo durante un rato. Doy chupadas pequeñas; a veces, las simulo.

-Qué paliza les dimos a los ingleses, ellos ganaron la guerra, pero no la olvidarán...

Y con los ojos brillantes el capitán relata que un general yanqui de tres estrellas le regaló una de sus condecoraciones y una bandera de su país. Está claro que a un patriota como éste no le puedo dar mi más sincera opinión sobre la bebida nacional, y sigo chupando de la bombilla, jurando a cada trago que será el último.

De vuelta a Ushuaia, se levanta el viento y el canal se llena de borregos. Llueve. Después, amaina. El cielo gris se rasga y surgen límpidos jirones de cielo azul y nubes blancas. Dos patos de vapor -nunca van solos- incapaces de volar, se alejan remando con las alas, formando una considerable estela, unos pingüinos se zambullen. Hace un par de días dormía en Iguazú. Está siendo un viaje tan hermoso que pienso que jamás debería olvidarlo. Sin embargo, sé que si no lo escribo, lo olvidaré.

Martín Casariego (Madrid, 1962) obtuvo el Premio Tigre Juan 1990 con su primera novela, Qué te voy a contar (Anagrama, 1993). Su última novela es La primavera corta, el largo invierno (Espasa, 1999).

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