Intoxicaciones polacas
Los dos principales candidatos a la jefatura del Estado polaco en las elecciones previstas para otoño, el actual presidente, Aleksandr Kwasniewski, y su antecesor en el cargo y ex líder de Solidaridad, Lech Walesa, se han visto obligados a comparecer ante un tribunal especial que los eximiera de acusaciones sobre su supuesta colaboración con la policía política bajo el régimen comunista. El tribunal ha confirmado que no existe prueba ni indicio fiables de que sirvieran como informadores del régimen. De no haber sido así, y según una ley polaca aprobada ya en el actual periodo democrático, ninguno de los dos habrían podido presentarse como candidatos a las elecciones presidenciales.La ley que priva de ciertos derechos a quienes ocultaran su colaboración con la policía política de la dictadura tiene sentido aunque no por ello deje de ser controvertida. Las jóvenes democracias de Europa central y oriental tenían y tienen buenas razones para protegerse de aquellos que no sólo ayudaron a la represión, sino son desleales a la democracia al negarlo. Demasiados esfuerzos ha costado la construcción de estas democracias como para dejar su dirección y protección en manos de quienes la combatieron primero y quieren engañarla ahora.
Pero también es cierto que estas leyes pueden llevar a situaciones grotescas como la habida ahora en Polonia. Como venía a decir Adam Michnik en este periódico hace unos días, es una absoluta obscenidad que Lech Walesa, el líder de Solidaridad y primer presidente democráticamente electo de la nueva Polonia, tenga que defenderse de unas acusaciones anónimas, siempre nutridas por quienes sí trabajaban en aquellos inmensos ministerios de la mentira, la falsificación y la intoxicación bajo el poder comunista.
Pero parecen no ser pocos los que, en el otro extremo del espectro político, recurren a parecidos métodos para combatir a un presidente como Aleksandr Kwasniewski, hoy muy popular por su equilibrio político, su mesura y su demostrada convicción demócrata. Su pasado como líder de las juventudes comunistas no empaña en nada su destacado papel en la transición, en la construcción democrática y en la apertura de Polonia a Europa. Los intentos de criminalizar a todo el que tuviera una relación con el aparato comunista en aquellos países equivale a marginar a amplios sectores de dichas sociedades.
Durante muchos años, los enemigos declarados del régimen se podían contar allí con los dedos de pocas manos. Las democracias no pueden exigir a todos sus ciudadanos que entonces demostraran la valentía, el coraje civil y la fe en la sociedad abierta que desplegaron hombres como el polaco Adam Michnik, el checo Václav Havel, los húngaros Gabor Demski y György Konrad o el ruso Andréi Sajarov. Walesa y Kwasniewski, cada uno en su lugar, son dos legítimos representantes de la revolución democrática polaca. Dar a su palabra el mismo crédito que a oscuros documentos fabricados nadie sabe cuándo por expertos en la desinformación habría sido un terrible disparate.
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