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¿Se fosiliza o se moviliza el ministerio fiscal?

Que el ministerio fiscal español no funciona bien es algo más que evidente, pero es sobre todo evidente cuando el mismo interviene en temas con connotaciones políticas. Así, ha habido situaciones de claro conflicto institucional entre la cúpula y los miembros de la carrera fiscal, como en el caso Piqué. En otros supuestos, como en el asunto Pinochet, la actuación de determinados miembros de la carrera fiscal ha llevado a algún político a calificar a los fiscales como de simples representantes del Gobierno, y así sucesivamente. Por eso llama poderosamente la atención cuando desde el propio Consejo General del Poder Judicial se plantea la atribución de la instrucción penal a los fiscales, pero exigiendo, como condición imprescindible, "que se potencie la vinculación del ministerio fiscal a la legalidad e imparcialidad, desde el fiscal general del Estado hasta el último fiscal" (EL PAÍS, 19 de julio de 2000). Me gustaría hacer unas breves reflexiones sobre el tema para poder aportar, dentro de lo que cabe, nuevos elementos de debate.A modo de referencia, partiré de una noticia aparecida en estas mísmas páginas el 31 de marzo de 2000. Se trata del informe de una comisión británica en el marco del acuerdo de paz para el Ulster. El documento propone la creación de una fiscalía independiente para Irlanda del Norte, como elemento esencial para la solución del problema por todos conocido, y, acto seguido, el nombramiento de una comisión sin vínculos políticos que supervise los nombramientos en la jerarquía judicial. Sorprende la rotundidad de la propuesta de creación de una fiscalía independiente tratándose de un sistema legal en el que históricamente ha sido la propia policía la que presentaba cargos ante los tribunales, ante la inexistencia del fiscal. Paradójicamente, nuestro ministerio público, que disfruta de una larga tradición histórica, no solamente no está bien definido, sino que, además, está inmerso en una verdadera crisis de identidad.

Quizás la causa de esta situación haya que buscarla en el estancamiento al que, de manera posiblemente premeditada, ha sido sometido el ministerio fiscal español como institución. El bienintencionado autor de la Constitución de 1978 dio una serie de pasos importantes que desconectaban al fiscal del Ejecutivo y lo erigían como simple y puro defensor de la legalidad. Sin embargo, y a pesar del Estatuto Orgánico de 1981, poco o muy poco se ha hecho con posterioridad. De hecho, el reglamento sigue siendo tan franquista como la antigua Ley de Represión de la Masonería y Comunismo. Eso sí, se recurre al ministerio fiscal como se recurre a santa Bárbara, atendiendo a las circunstancias, y se crean fiscalías especiales cuando los truenos de la corrupción, del tráfico de drogas o los malos tratos a las mujeres impiden a nuestros políticos conciliar el debido y reparador sueño. Pero incluso estas parcheadas e interesadas iniciativas, a modo de eficaces valium de una sola toma, se quedan casi siempre a medio camino y con una muy difícil solución de continuidad. Para qué voy a insistir en las constantes reclamaciones de las fiscalías sobre los medios más esenciales para el adecuado desempeño de su función. Reclamaciones, por otra parte, extensivas a todas las fiscalías especiales, tanto las antiguas como la que está en vías de desarrollo, es decir, la de Menores.

Pero es que además, y especialmente con los asuntos con connotaciones políticas, se cuestiona incluso, en ocasiones, las más elementales reglas de funcionamiento interno del ministerio fiscal. Me refiero a las reglas que proporcionan un mínimo de garantías al investigar adecuadamente un asunto y, sobre todo, el respeto al debate democrático en el seno del ministerio fiscal a la hora de defender puntos de vista por parte de sus miembros. Aquellos que se limitan a justificar tan lacerante situación arguyendo que el ministerio fiscal es una institución jerarquizada, o no saben lo que es el ministerio fiscal o no dicen lo que piensan, actitud ésta que, desde el punto de vista ético, posee un calificativo o epíteto que no necesito reproducir.

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Llegado a este punto, quiero remitirme a otro aspecto referencial. En este caso, la referencia no es otra que una recomendación del Consejo de Europa. A finales del año 1999 se concluyó la redacción, después de tres años de trabajo por un comité de expertos, de un proyecto de recomendación sobre la función del ministerio fiscal en los sistemas de justicia penal, aprobado en junio de este año. Se trata de un texto elaborado en esa línea armonizadora que caracteriza al Consejo de Europa y que, aun siendo una recomendación, introduce medios para que su contenido sea llevado a la práctica y respetado por los Estados miembros. Existen muchos aspectos interesantes a destacar, especialmente las disposiciones reguladoras de las relaciones del ministerio público con los distintos poderes del Estado. Sin embargo, voy a limitar mi análisis a ciertos puntos en consonancia con la especial problemática del ministerio fiscal en España.

Su artículo 1, para dejar claros determinados conceptos, comienza considerando al fiscal como la autoridad encargada de controlar, en nombre de la sociedad y siguendo el interés general, la aplicación de la normativa penal, pero con un escrupuloso respeto tanto a los derechos de las personas como a la eficacia del sistema penal. A su vez, el artículo 4 establece la obligación de los Estados de aplicar las medidas necesarias para que el ministerio público pueda cumplir sus obligaciones de acuerdo a la normativa que regula la institución y a su sistema organizativo, todo ello con los adecuados medios presupuestarios, aspecto este último inexistente en nuestro país. A mayor abundamiento, el artículo 9 no solamente exige imparcialidad en el funcionamiento del ministerio público -como no podía ser de otra manera-, sino también a todos los niveles de funcionamiento interno. La recomendación, aun admitiendo que la unidad de funcionamiento de las fiscalías exige cierta jerarquía interna, señala que las relaciones entre los diferentes niveles de esa jerarquía deberán estar basadas en reglas claras y transparentes, a fin de evitar decisiones personales injustificadas. Según se desprende de la recomendación, deben introducirse garantías a tal efecto, no sólo en pro de la labor profesional de los fiscales sino, sobre todo, en pro la sociedad misma, que es el objetivo final de cualquiera de sus actuaciones jurídicas.

Algunos recientes acontecimientos -que están en mente de todos- demuestran, sin embargo, que no se ha roto completamente con el anterior modelo predemocrático del ministerio público. Sin duda, es un modelo más cómodo, menos conflictivo y, qué duda cabe, más manejable. A lo mejor no se trata de desconocimiento de la situación por parte de algunos sectores políticos, sino, simplemente, que no conviene cambio alguno. Se critica al fiscal, pero nada se hace a la hora de mejorar la institución. Quizás sea ése el quid de la cuestión. Todo ello cuando, además de lo dicho en relación al Consejo de Europa, desde la Unión Europea se plantea la creación de una fiscalía europea para temas de fraude, imparcial en todos los sentidos y que, sin lugar a dudas, obligará a revisar el presente modelo.

En cualquier caso, si grave es olvidar que toda fosilización institucional es contraria a la Constitución, más más grave es todavía el tener que luchar por lo evidente. Por eso es de agradecer, en esencia, la propuesta del Consejo General del Poder Judicial.

Antonio Vercher es fiscal del Tribunal Supremo.

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