De oficio, aliñador
Existía un oficio, aliñador de ensaladas a domicilio, que hizo fortuna a principios del pasado siglo en Inglaterra. Parece ser que la Revolución Francesa propició el exilio hacia las islas próximas de gran cantidad de ciudadanos franceses desafectos al nuevo régimen, y la necesidad de supervivencia aguzó el ingenio de los mismos. De sobra es conocida la calidad de los aliños franceses, que incorporan a las clásicas vinagretas elementos como la mostaza, los quesos u otros aditamentos que las hacen más sabrosas. Por ello, el hábil emigrante ofrecía sus servicios de aliñador a la nobleza británica, que esperaba en el comedor, mesa servida, la llegada del experto para que la ensalada a ofrecer se presentase con el mayor esplendor e incorporase sabores no habituales en los servicios diarios. El sistema se fue sofisticando, y pasado un prudente periodo, el maestro ensaladero se proveyó de una caja que montada sobre su bicicleta o similar, contenía todos los artificios de su arte. Los ya citados, incluyendo diversos aceites, vinagres, especias y huevos, hacían nueva cada ensalada y su fama fue en aumento y con ella el número de clientes que esperaban pacientemente su turno para comer, ya que la ensalada en determinados ambientes no podía estar por debajo que las de la noble competencia.Es de suponer que en aquellos momentos ya se conocían las virtudes que deben adornar a la combinación de vegetales que forman la ensalada clásica, y que por supuesto las hojas de las hortalizas estaban limpias y perfectamente secas, para que los aceites y demás no quedasen rebajados en su sabor. Esta práctica, con ser conocida, no es siempre utilizada, y es normal encontrar en nuestra restauración hojas lánguidas en vez de tersas, oscuras por la oxidación producida por el paso del tiempo desde que fueron cortadas, y al fin una masa gelatinosa e informe donde debía prevalecer la frescura y la naturalidad de cada uno de los componentes.
Hemos supuesto la ensalada de hortalizas puesto que es la habitual, pero las ensaladas pueden confeccionarse con multitud de productos, que las completan y les producen variedad. Puesto que cabe definir la ensalada como la combinación o mezcla de alimentos sin conexión entre sí, los tipos de la misma son infinitos, como así ha resultado ser a lo largo de la historia sin más que observar las distintas culturas culinarias, ya que en todas ellas aparece.
La aemono japonesa combina ingredientes crudos y cocidos, y en ella participan los pescados, las carnes y los mariscos con las inevitables verduras, todos ellos ligados con multitud de salsas ligeras o sólidas. La carne con judías verdes o los espárragos con anchoas son habituales en aquel país, y las vinagretas para su unión no difieren de las nuestras en el empleo de vinagres y pimientas o huevos. Excepción hecha, eso sí, del insustituible aceite de oliva que en aquellas tierras no era utilizado.
La combinación de carnes y pescados con las hortalizas para formar ensaladas no es nueva; lo es más la unión agridulce, aquella que combina frutas y verduras, o frutas de diversos grados de dulzura y acidez, desde el momento de la irrupción en el mercado de las exóticas frutas tropicales u orientales los restauradores han dado por inventar, y la lista se ha hecho interminable. En cualquier lugar sin ninguna pretensión gastronómica o de cocina se encuentra el mango unido a la naranja y al cebollino, por poner un ejemplo cierto pero inexplicable.
Pero la ensalada de toda la vida se ha basado de forma fundamental en las hortalizas, en la unión de las mismas, procurando encontrar las variedades que compensen sus sabores. La combinación de varias lechugas, romana, iceberg, lollo rosso, forman un conjunto difícilmente igualable, y la misma se logra sin estridencias y con una sola verdura. A partir de aquí se puede acompañar con pescados o mariscos, previamente cocinados de forma simple, para que la unión se produzca con el aliño, en el que si es preciso poner en juego toda la imaginación y buen gusto. Recordemos a nuestro aliñador francés en la corte del rey británico, y estaremos de acuerdo en que su protagonismo estaba plenamente justificado.
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