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Limpiacristales

Aquel semáforo es pata negra. En los ambientes marginales de Madrid está considerado como el más rentable de toda la ciudad para dar el sablazo a los conductores. Es el que regula el tráfico en la plaza de Cuzco, allí donde se cruzan Alberto Alcocer y Sor Ángela de la Cruz con la gran riada Castellana.En ese cruce precisamente hicieron sus primeras apariciones los pañoleros, sector mendicante en el que también se estrenaron las organizaciones fantasma que controlan los mejores semáforos de la capital para repartir manu militari los puestos de ojeo. La competencia es dura y todos parecen dar por sentado que una misma posición no puede ser compartida por individuos que practican actividades distintas.

Por en ese cruce ha relucido el filo de las navajas y ha corrido la sangre. Cuzco fue durante un tiempo terreno conquistado por los vendedores de La Farola, mucho antes de que quienes la editan pasaran de aparentar una función social a olernos a chamusquina. Ahora, en cambio, quienes mandan allí son los limpiacristales.

Desconozco cómo han librado la batalla para ganar tan codiciado enclave, pero lo cierto es que, desde hace meses, un grupo de rumanos armados con cubos y limpias imponen su ley en el cruce. Son los mismos a los que personalmente hube de enfrentarme hace unos días hasta llegar a temer por mi integridad física.

Supongo que la secuencia será similar a la que habrán sufrido tantos otros automovilistas en el mismo lugar, pero, cuando a uno le toca, la cosa impresiona. Y ni siquiera puedo decir que aquello me pillara inadvertido porque, cuando el semáforo se tornó en ámbar a unos veinte metros del paso de peatones, estuve tentado de pisar el acelerador al observar que en la orilla de la calzada se hallaba apostado un grupo formado por dos adolescentes y tres muchachas ataviadas con los característicos faldones y pañoletas. No lo hice, metí el freno y bien que me arrepentí, porque de inmediato se plantó uno de los chicos ante el coche llenando de churretes de espuma el impoluto parabrisas que acababa de pasar por un tren de lavado. Pero lo peor estaba por llegar porque, cuando le pedí con gestos y palabras que dejara de embadurnarme el cristal, el joven se vino hacia mi puerta, la abrió violentamente y, amenazándome con el mango del limpia, exigió que le diera dinero por el servicio prestado. A pesar de haberlo aconsejado más de mil veces a otras personas, no había tenido la precaución de poner el seguro de cierre, aunque sí mantuve la velocidad metida y el embrague pisado. Eso fue lo que me sacó del apuro. Cuando observé que acudían otros miembros del grupo y me veía irremediablemente incurso en un forcejeo de resultado incierto, apreté el acelerador y empujé hacia fuera al gañán, que no tuvo más remedio que soltar a su presa. Lo rápido de la maniobra no evitó que lanzara el limpiador que empuñaba contra el coche, dejando en el costado una huella evidente del impacto. A través del retrovisor, aprecié la mirada de odio que me dedicaba aquel elemento mientras observaba furioso mi fuga. Fueron tan sólo unos segundos porque, enseguida, acudió a hostigar a otro incauto automovilista que, como yo, trataba de zafarse de quienes lo asediaban. Llamé de inmediato a la policía, y al agente que me atendió no fue necesario darle demasiados detalles de lo acontecido.

De la conversación con el funcionario deduje que estaban hartos de recibir llamadas similares denunciando a los asaltantes. Días después, una nota de la Jefatura Superior de Policía daba cuenta de la detención de dos jóvenes limpiacristales de nacionalidad rumana acusados de robar al menos a seis conductores que se negaban a aceptar sus servicios. Según los agentes de la comisaría de Chamartín que les capturaron, actuaban en los semáforos de la avenida de América y el paseo de la Castellana. Uno de ellos esgrimía una navaja. Desconozco si son los mismos individuos que me tocaron a mí en suerte, pero, en cualquier caso, está claro que esa modalidad de bandolerismo urbano está pasando a mayores. El jueves, otros seis jóvenes más fueron detenidos por idéntico motivo. Lo mismo que los vemos y los sufrimos todos los ciudadanos que atravesamos cualquier cruce, los ve la policía, y no creo que haya que traer al inspector Colombo para conjurar su acción delictiva. Acosar, asediar o agredir a la gente en la vía pública está prohibido, y en Madrid, cualquiera que tenga un cubo y un mango de limpiar cristales se puede permitir el lujo de convertir cualquier semáforo en una trampa. En algunos cruces hay que ordenar algo más que el tráfico.

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