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ESTAMPAS Y POSTALES

El precipicio del Bellveret

Miquel Alberola

El Bellveret es la azotea de Xàtiva, aunque antes fue el suelo de esta ciudad cuyo nombre suena como un latigazo seco sobre un lomo. Se trata de un lugar sagrado con indicios de profanación municipal situado sobre el monte Vernissa y cortado en guillotina por un precipicio en cuyo filo se han medido los hombres desde el sílex al poliespán. Contra este canto se han partido el cráneo unos y otros desde hace más de 30.000 años.La historia no se ha podido resistir a subirse a este pedernal tan magnético. Desde el hombre de Neandertal hallado a fragmentos en la Cova Negra al especulador más reciente, todos han querido imprimir su huella encima de esta irritación geológica que separa la huerta del secano, y que con tanta minuciosidad reprodujo a lápiz el holandés Van den Wijngaerde en el siglo XVI.

Sobre esta ladera se confeccionaron los pañuelos de lino más apreciados en el Imperio Romano, cuyas excelencias fueron cantadas hasta por Cátulo en un arrebato lírico. Pero este repecho no sólo absorbió el vigor de las exquisitas narices y lagrimales romanos. Aquí mismo, con paja y arroz, nació entre los siglos XI y XII la industria papelera para que el exiliado Ibn Hazm de Córdoba escribiese el tratado sobre el amor y los amantes El collar de la paloma. Y desde este lugar se lanzó la batalla comercial del papel contra el pergamino en Europa.

Debajo de las tablas de algarrobos de costilla de asno todavía se insinúa el osario de este esplendor, que fue recubierto con tierra por el aluvión y los labradores. En el suelo aún quedan trozos de algunas columnas de mármol de la sierra del Buscarró carcomidos por la intemperie. Romanos, musulmanes y visigodos vistieron su poderío con esta piedra rosada y venosa que llegó a ser un signo de identidad local. También los cristianos recurrieron a este mármol en el siglo XIII para sostener el atrio de la ermita de Sant Feliu y sobrehumanizar la Colegiata. Luego los papas Borja, Calixto III y Alejandro VI, se lo llevarían hasta Roma para decidir el rumbo del mundo sobre una fría mesa rosada.

En el borde del precipicio todavía palpita esta energía, incluso se presiente el olor a chamusquina del pirómano D'Asfeld en el humo que sube desde los pucheros, así como el dulce temblor del reuma que acabó con las aspiraciones a la corona de la casa Urgel. Sólo hay que poner las yemas de los dedos en el filo de esta roca que forma, con la ermita pitagórica de Santa Anna y el chichón cretácico de El Puig, un conjunto megalítico con una fuerza capaz de producir el primer papel, erigir dos papas, colgar bocabajo a Felipe V, desatar el aullido de Raimon y de cuajar el color de merluza hervida de los cristos de José Ribera.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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