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Un momento para la clarividencia y el valor

Uno de los momentos más esclarecedores del interrogatorio a Bill Clinton sobre su relación con Monica Lewinsky se produjo, si mal no recuerdo, cuando le preguntaron a bocajarro si había mantenido relaciones sexuales con su joven ayudante. Su respuesta fue: "Depende de lo que usted entienda por sexo". La osada evasiva del hombre y su capacidad para eludir la realidad con una maniobra repentina de su cosecha (especialmente tras todo lo que se había revelado al mundo sobre sus escarceos con Lewinsky) fueron también típicos del enfoque que Clinton dio a la paz sobre Oriente Próximo en Camp David. Gracias a su posición como presidente de Estados Unidos, tuvo la oportunidad de hacer lo que nadie más podía hacer, es decir, que tanto israelíes como palestinos (pero especialmente los israelíes) reconociesen sinceramente cuáles eran los problemas, y lograr quizá que la parte más fuerte y más culpable se enfrentase a decisiones reales. Naturalmente, esto exigía que él hiciera un esfuerzo para superar los tópicos y prejuicios de su equipo de asesores para Oriente Próximo, casi todos ellos conocidos prosionistas y/o ex empleados del grupo de presión israelí, y llegar a la esencia del problema que es, sencillamente, que un pueblo ha desposeído a otro. Se trata de un hecho histórico al que se puede poner fecha (1948) y no, como dijo la mal informada Albright, una lucha "bíblica" que "se remonta a hace miles de años".Después de todo, Clinton podría haberse preguntado por qué hasta un hombre tan acomodaticio como Yasir Arafat ha dudado tanto tiempo en aceptar las condiciones israelíes para el estatus definitivo. ¿Podría ser porque hay un auténtico pueblo, con un auténtico agravio, un agravio que no puede desaparecer de un plumazo llevando a dos dirigentes a Camp David y haciéndoles firmar un acuerdo que en la práctica elimina los derechos de uno de los pueblos para que el otro se quede con todo el pastel y sin ninguna responsabilidad por todo lo que ha sucedido?

La superficialidad del planteamiento de Clinton se demostró también en su aquiescencia con la postura de Ehud Barak de que Israel podría plantearse "comprender" y "notar" el sufrimiento del pueblo palestino, pero nunca aceptar que es culpable de haberlo causado. ¿Alguna vez se le ocurrió a Clinton que no hay sufrimiento sin causa o sin culpa? ¿No es un escándalo que ningún medio de comunicación al hablar del fracaso de las conversaciones mencionara la vileza moral de Clinton? ¿No quedó perfectamente claro que todo el mal encaminado esfuerzo por conseguir un barato espaldarazo para él y su mediocre vicepresidente (ya en apuros con su desmadejada campaña electoral) estaba condenado al fracaso, precisamente porque ese eludir la verdad condujo al presidente Clinton a un "descarado" golpe de efecto que después le estalló en la cara? ¿Cómo podía imaginar que todo el mundo árabe y musulmán, por no hablar de todos y cada uno de los palestinos, iba a aceptar la soberanía de Israel sobre Jerusalén, así como sobre la mayor parte de la Palestina histórica, a cambio de que Israel y EE UU aprobaran un vulgar pedacito de Estado ficticio? ¿Era necesario tratar a Arafat y al pueblo que él decía representar no sólo como a despreciables criaturitas sino también como a imbéciles? Y ¿cómo podían esperar Clinton y Barak que, además de despojarles de su historia como residentes de Palestina, los palestinos rerenunciasen a su derecho a retorno cuando hace un año se declaró la guerra en nombre del derecho al retorno de los albanokosovares? ¿No hay un límite para el flagrante doble rasero y la hipocresía?

La culpa no es enteramente de Israel ni de Clinton. En la edición de The Guardian del 22 de julio se cita a un alto funcionario palestino en Camp David que dice que para "nosotros la amistad con Estados Unidos lo significa todo. Sin ella no somos nada". Nunca se han pronunciado palabras más deshonrosas y cobardes, palabras que ejemplifican lo que de erróneo ha habido en la postura palestina durante todo el proceso de paz. En primer lugar, denigran la lucha palestina y la reducen a la nada, anulando todos los esfuerzos y sacrificios hechos en nombre de Palestina por personas que creían auténtica, e incluso fervientemente, en la verdad y en la justicia de su causa. Eso es lo opuesto a la nada. En segundo lugar, deja a los palestinos en una tremenda desventaja al situarlos esencialmente como esclavos que solicitan clemencia. ¿Cómo se puede esperar que unos mercaderes de poder como Barak o Clinton respeten a quienes no se respetan a sí mismos? En tercer lugar, desmoraliza aún más a los palestinos al mostrarles la baja opinión que sobre ellos tienen sus dirigentes. Por último, da a Estados Unidos carta blanca para decir o hacer lo que le venga en gana con los palestinos. Porque si los líderes se ven a sí mismos sólo como una herramienta del antagonista, la lucha ha terminado, y el ganador puede hacer su voluntad sin preocuparse lo más mínimo por el perdedor. Podría añadir que un sentimiento tan abyecto puede también llenar a nuestros adversarios (o "socios de paz", como dice el repuganante eufemismo) de una especie de asco hacia nosotros.

Una vez dicho todo eso, queda afirmar, que, en mi opinión, Arafat hizo lo correcto al no firmar. Un revelador artículo de Belal al-Hassan en Al Hayat (28 de julio de 2000) da una información muy útil sobre los antecedentes del contexto palestino y árabe en el que Arafat se movía, algo que, evidentemente, fue ignorado por los medios de comunicación (y, por supuesto, por Clinton) en sus malhumorados ataques contra los palestinos por no estar dispuestos a pactar, y en sus efusivos elogios a Barak, por ser tan "valiente", una palabra que en este contexto carece de toda pertinencia. Tras haberse anexionado Jerusalén, ampliado sus fronteras, llenado el lugar de nuevos asentamientos israelíes, Israel no necesita demasiada valentía para expresar su voluntad de devolver Beit Hanina y Abu Dis a una soberanía palestina parcial. En cuanto a la tan cacareada magnanimidad de Israel por su voluntad de superar los "tabús" que tanto tiempo han perdurado sobre Jerusalén y hablar de ellos es una completa tontería. La realidad es que Jerusalén sigue dividida, que 200.000 palestinos viven allí, y que sin el respaldo árabe y musulmán, Arafat no podía pactar sobre Jerusalén Este, ni sobre los asentamientos, ni sobre el derecho al retorno, a cambio de una mera palmadita en la espalda y un Estado de pacotilla que no engaña ni siquiera a un partidario tan ardiente de la ilusión como Arafat. Como predije hace dos semanas, Barak deseaba realmente que Arafat firmase el fin del conflicto árabe-israelí (mi opinión se ha visto respaldada por la mayoría de los informes de prensa israelíes sobre los encuentros de Camp David, que los israelíes admiten que estaban diseñados para arrancar la concesión definitiva al desdichado Arafat), y lograrlo sin aceptar cambios fundamentales en la situación israelí. Es decir, Israel puede seguir considerando suyo el 78% de la Palestina del Mandato británico, más las partes estratégicas del 22% restante, mantener una rígida separación entre judíos y no judíos, conservar la totalidad de Jerusalén, seguir con la injusta Ley del Retorno, seguir controlando el agua, las fronteras, la seguridad, y no tener que asumir nunca las responsabilidades históricas por haber desplazado a la fuerza a todo un pueblo para que Israel pudiese existir.

Bien, ¿y ahora qué? Me preocupa que, tras volver a casa como un héroe, Arafat dé un giro, segurizado por el apoyo interno, vuelva a Camp David y capitule ante Israel y Clinton. Pero tiene una última oportunidad para redimirse y para enderezar la vía equivocada que adoptó en secreto en Oslo hace siete años. Ésa oportunidad consiste en decirle la verdad a su pueblo, abierta y honradamente, algo que nunca ha hecho. La cuestión palestina y, en la misma medida, la cuestión israelí constituyen uno de los problemas más colosales e increíblemente complejos de la historia: en él se menzclan una serie de inmensas cuestiones religiosas, políticas, sociales, culturales e históricas que ningún líder individual (y evidentemente ninguno del calibre de Barak, Clinton y demás) puede posiblemente comprender; ninguno de ellos tiene la conciencia moral, el intelecto o el alma para abarcar lo que está en juego. La única salida para Arafat es recurrir a su pueblo, y no sólo al grupo de sicofantes y pigmeos de los que se ha rodeado (y con los que se ha aislado). Lo que debe hacer es movilizar, por primera vez desde 1982, a su pueblo, confiar en su talento y en sus dotes, unir sus recursos, y movilizarlos para emprender la tarea que nos espera, que es nada menos que mantenernos firmes en nuestra visión colectiva de pueblo desposeído que exige una seria reparación de nuestras quejas y reclamaciones. Sólo con su pueblo y nada más que con su pueblo puede Arafat convertirse no sólo en la conciencia, sino también en la visión del proceso de paz, de las que ahora carece.

Al hacerlo puede ofrecer a los israelíes una verdadera paz con justicia, y no una paz fría con la injusticia reconcomiendo el corazón de todos los palestinos. Israel y Estados Unidos son demasiado fuertes para él solo y, dado que ha descubierto que ponerse en sus manos sólo provoca que ellos exijan aún más, debe confiar en los otros recursos que controla y que no ha utilizado. No hay duda de que al final los palestinos debemos pactar, y debemos dejar absolutamente claro que tenemos plena intención de reconocer una presencia segura de judíos israelíes entre nosotros, pero únicamente después de que se hayan resuelto las cuestiones básicas de manera mínimamente satisfactoria. No es un simple capricho: está consolidado en todas las decisiones jurídicas e internacionales conocidas. El modelo de Suráfrica también es útil aquí: como hizo Mandela, debemos exigir que se ponga fin a la insidiosa idea de que un pueblo tiene todos los derechos mientras el otro ha de aceptar una categoría inferior. Además, también sería buena idea establecer una especie de Comisión para la Verdad y la Reconciliación, compuesta por israelíes y palestinos que tengan un importante ascendente moral ante sus respectivas sociedades. Ahora bien, la igualdad es el principio básico, y si no puede ser matemáticamente precisa, debe solucionar la discrepancia fundamental que ahora existe entre judíos y árabes.

No me hago ilusiones de que vaya a ser fácil, o de que la total ausencia de democracia en el mundo árabe sea algo más que un obstáculo para la lucha real en Palestina. Pero no creo que Arafat disponga de otro método si desea evitar el descorazonador fin lógico del proceso de paz de Oslo, del que escapó por los pelos en Camp David. Éste es un momento para la clarividencia, los principios y el valor. Si desea mi apoyo en esa tarea, lo tendrá.

Edward W. Said es ensayista palestino, profesor en la Universidad de Columbia, EE UU.

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