Demi Moore
Una tarde, cuando vivía en Filadelfia, me telefonearon desde Vogue-Madrid, y me encargaron una entrevista con Demi Moore. Era un lunes y el jueves la actriz tenía una larga sesión de fotos en Nueva York, en el 48 de Broome Street. Mi misión consistía en presentarme a las tres de la tarde en el estudio One Call y tratar de plantearle las preguntas. Al parecer, según los de Madrid, Demi Moore aceptaría porque el grupo Condé Nast, al que pertenece Vogue, le había procurado diferentes favores, entre ellos una famosa portada en Vanity Fair donde aparecía desnuda con su luciente vientre de embarazada. De modo que había en Vogue una alegre confianza en que las cosas marcharían bien. ¿Pero yo? ¿Era congruente esperar que presentándome sin aviso en One Call se aviniera a ser entrevistada? Dudé en cómo vestirme. De un lado había rebasado la edad del reporterismo y, de otra, no contaba con la fama de un Dan Rather. Me acerqué pues a los estudios de Broome Street acomplejado y sin comer más que un pretzzel en un carrito de la Pennsylvania Station.One Call estaba en el segundo piso y se subía mediante un ascensor industrial pintado de purpurina. Enseguida, al desembocar en la planta, estallaba un escenario de luces y espejos pero era sólo el vestíbulo del recinto donde se encontraba Demi Moore posando ante una docena y media de profesionales, entre fotógrafos, relaciones públicas y auxiliares de vestuario o maquillaje. De entre ellos, me vino a recibir un tipo enfundado en pantalones de cuero que era como el primer guardián. Le dije que venía a entrevistar a Demi Moore y le dio una media risa que escondió con un par de dedos. Veinte minutos después, salió una señorita con una libreta en la mano y otro vestido con una blusa de seda azul mordiéndose un padrastro. Este último fue, sin embargo, capital. Reconoció haber recibido una llamada de Madrid y confiaba en que se pudiera hacer la entrevista dentro de las próximas cuatro horas. Pero dicho esto y enseguida apareció un par de chicas: una con moño y gafas transparentes mientras otra la seguía, muy desgreñada, con una enagua de color champán sobresaliendo por la cintura de un vaquero. La del vaquero era Demi Moore. Era tan baja que parecía una Demi Moore irreal. Por ese tiempo acababa de rodar Striptease y ya se había modificado los pechos en una célebre y desmesurada operación. Los senos le reventaban las costuras de la enagua champán y, despeinada, bajita y torácicamente descomunal, causaba la sensación de un pobre animal deforme. A esa chica famosa la tenía ahora a menos de un metro con su mano derecha sosteniendo unas guindas que había tomado de un frutero plateado al otro lado de las cortinas. Allí donde yo quería pasar para hacer las preguntas y no podría hacerlo hasta varias horas después. Pero ella dijo, adivinándome, que seguramente no esperaría mucho porque a continuación dormiría unos minutos y luego podríamos charlar un rato. Esperé leyendo The New York Times. No unos minutos sino dos horas, hasta que vino a buscarme una doncella con lazos en los pelos y me condujo hasta la misma espalda de Demi Moore vuelta hacia el espejo de un tocador malva. Hice las preguntas, todas las que me había aprendido en publicaciones como People, Cosmopolitan o Vanity Fair, pero fui ganando confianza porque me parecía que ella, contra todo pronóstico, se sentía imprevisiblemente a gusto con la conversación. Y entonces sobrevino un hecho que he tratado de conservar sin variación, porque se puso de pie y a unos pasos del tocador se deshizo completamente de la bata, se volvió mostrando unas nalgas casi cuadradas y esperó a que alguien la vistiera con un modelo amarillo y tropical. Yo estaba mirando ese suceso, muy apropiado a aquel lugar, y dos guardaespaldas me tomaron bruscamente de los brazos hasta hacerme girar en dirección a la salida. Protesté porque yo no había hecho nada mientras comprendía el sentido de su acción. La entrevista cesaba en ese instante y yo era expulsado a la calle por haber visto, en cueros, a Demi Moore.
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