Polilla
"Cuando la pesada tapa de roble fue alzada, una nube de algo que aleteaba, bullía y volaba cegó de pronto a la asombrada concurrencia. Eran pequeñas mariposas grises, polillas que anidaban entre las ropas del muerto". La cita es de la escritora Pilar Pedraza, que en su relato Psique, introdujo ese elemento alado y devorador tan inquietante. Porque con la polilla ocurre como con la mayor parte de los monstruos del imaginario colectivo: todo el mundo la teme, pero nadie la ha visto. Por eso, a principios de verano, el miedo al ataque de la polilla se extiende entre la población, y no hay casa que no se abastezca de alcanfor, naftalina y paradicloro, y de esas cajas especialmente diseñadas para albergar las prendas durante el letargo estival. Cada familia desarrolla sus mitos y también sus remedios: unos utilizan saquitos de lavanda, otros haces de manzanilla de montaña. Incluso, durante un tiempo, fue costumbre en algunos pueblos valencianos colgar dentro del armario ropero un martín-pescador muerto. El nombre valenciano de esta ave (arner) creó un divertido y dramático equívoco en cuanto a su uso contra las polillas (arna, en valenciano), cuando en realidad el nombre deriva de la voz latina arenarium, por su costumbre de construir el nido en los taludes arenosos. En cualquier caso, dudo mucho que aquellas polillas tan inquietantes de las que nos habla Pilar Pedraza anidaran entre las ropas del muerto. En el libro de M. Mégnin, Fauna de los cadáveres, se explica cómo estas mariposas prefieren "los cadáveres enteramente momificados, trabajando en roer los tejidos humanos secos". Lo cual, si atendemos a la etimología de la palabra polilla, que deriva de "polvo", convendréis que refuerza lo sobrecogedor de la escena. Polvo somos, y en polilla, ¡ay! nos convertiremos.
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