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VIAJES

Las añoradas islas Aran

Apostadas en la costa oeste de Irlanda, las islas Aran, que cautivaron al cineasta Robert Flaherty, son el lugar ideal para perderse durante unos días, tras una fracasada búsqueda de otra isla, la de Inishbofin.

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Peor todavía que añorar los lugares a los que no volveremos es añorar los lugares a los que quisimos ir y no pudimos. Salvo de aquellos que no he visitado por falta de tiempo o de dinero, sólo guardo memoria de un sitio al que me haya sido imposible llegar a pesar de haberlo intentado. Tiene nombre de isla y, efectivamente, lo es: Inishbofin, situada en el occidente de Irlanda, frente a las costas de Connemara, a trece kilómetros de la bahía de Cleggan. Es la historia de un fracaso, y lo más curioso es que nació de un fracaso anterior que finalmente no lo fue. Que la idea de viajar allí me fuera sugerida ante la eventualidad de no poder realizar otro viaje en el que pensé primero no disminuye la pena ni quita frustración a mi recuerdo.Casi todo lo que sé de Inishbofin aparece en el mapa de una línea de transbordadores que conservo desde entonces. El resto proviene de lo poco que me contó quien por primera vez la mencionó delante de mí y de lo que conseguí averiguar mientras me dirigía hacia ella desde Galway, la tercera ciudad por número de habitantes de Irlanda, capital de uno de los pocos condados irlandeses con zonas, como Connemara o las Islas Aran, en las que el gaélico todavía es la primera lengua por encima del inglés.

Estábamos viviendo en Irlanda y buscábamos un lugar apartado para pasar las vacaciones de Navidad. Habíamos visto Man of Aran, la película de Robert Flaherty, y queríamos alquilar una casa en Inishmore, la más grande de las tres islas. Fuimos un fin de semana, pero, a pesar de que preguntamos en la oficina de correos, en el supermercado, en el único restaurante y en los dos pubs abiertos, la desconfianza de los isleños, que no entendían que quisiéramos pasar tan lejos de nuestro país fechas tan señaladas, puso nuestro objetivo tan difícil que tuvimos que desistir aunque comprobamos que abundaban las casas vacías, algunas, incluso, con el correspondiente cartel de for rent colgado de la fachada. Al regresar a Galway alguien nos propuso la alternativa de Inishbofin y con ese destino partimos el fin de semana siguiente. Según nuestro informante, Inishbofin no tenía la historia de las islas Aran, carecía de fuertes prehistóricos y de restos protocristianos, no se habían rodado películas ni escrito libros ni había dado al mundo escritores como Lian O'Flaherthy, pero su aislamiento era, si cabe, mayor.

El trayecto en autobús no pudo ser más alentador. Llegamos a Clifden atravesando Connemara; tierra yerma y pantanosa, plagada de colinas y lagunas, en la que la escasa vegetación, unida a la humedad, al barro y a la luz cobriza del cielo casi siempre encapotado, imprime a sus campos inusitadas tonalidades que, como las del tweed que se fabrica en la región, van del verde al naranja, pasando por todas las gamas del marrón y del ocre. La primera señal de alarma surgió al abandonar la pequeñísima capital de la comarca, donde hicimos noche. Habíamos alquilado un taxi para llegar al embarcadero de Cleggan y el conductor se interesó por la razón del viaje. Le contamos nuestro plan de buscar una casa en Inishbofin para pasar la Navidad, y no tardó un segundo en lanzar un grito. No quería desalentarnos, nos dijo, pero unos norteamericanos que el año anterior se habían propuesto hacer lo mismo habían tenido que ser evacuados de la isla en helicóptero al ponerse uno de ellos enfermo. Emocionados por la belleza del paisaje, no hicimos caso de la recomendación y, después de despedirlo, nos encaminamos al muelle a pesar de que la primera visión que tuvimos de él fue todavía más elocuente. Emplazado en el interior de una despejada ría, constaba de un estrecho malecón de apenas trescientos metros de longitud y de una dársena de esclusas, con cuatro desvencijados barcos pesqueros que a duras penas se mantenían a flote. En su extremo más alejado, donde debía estar atracado el transbordador, sólo se divisaba una caseta de cemento y una figura con paraguas. Era un chico de Inishbofin que cumplía su servicio militar y que regresaba a casa con un permiso de cinco días. No recuerdo cómo se llamaba, supongo que tendría un nombre muy irlandés como Eoghan o Nollaig, pero en el día y medio que estuvimos en su compañía, esperando el ferry que jamás llegó, alcanzamos a conocerlo muy bien. Demostraba una paciencia infinita y un orgulloso pudor que le impedía darnos cualquier información que pudiera desilusionarnos. Cada vez que le preguntábamos si el barco acabaría llegando, respondía con la misma frase, no guaranties, y a continuación nos explicaba que en esa época del año el tráfico marítimo se reducía al mínimo y que en la isla, con la que se comunicaba por radio desde un hotel cercano, estaban aguardando a que hubiera más pasaje para que les fuera rentable venir a recogernos. La tarde en que nos despedimos de él, le quedaban sólo tres días de permiso y seguía esperando.

Esas Navidades las pasamos en Inishmore, la más grande de las islas Aran, gracias a un amigo que en el último momento nos consiguió una casa. Era un bungalow preparado para el verano, a tres kilómetros del supermercado y de la oficina de correos y de los dos pubs abiertos, pero tenía unas estupendas vistas sobre el mar y una chimenea que no se apagó ni una vez en el mes que lo habitamos. En los días de tormenta la lluvia se metía por los bajos de la puerta, que tapábamos con una manta enrollada para evitar que se formaran charcos. Celebramos el nuevo año con una escritora de California; tuvimos tiempo de leer, de dar largos paseos y de aficionarnos a un juego africano, parecido a las damas, con el que distraíamos las horas después de la cena. Fue al término de nuestra estancia, de regreso en barco a Galway, cuando nos acordamos del chico del embarcadero de Cleggan y del viaje que no hicimos, y nos atemorizó pensar que eran dos, y no una, las islas que dejábamos.

Marcos Giralt Torrente ganó el último premio Herralde con la novela París, publicada por Anagrama.

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