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Reportaje:Viajes

Huracán en las islas del maíz

Pocas cosas hay más tristes que un hotel tropical cuando hace frío, estás solo y no para de llover. Mientras contemplaba cómo diluviaba sobre la playa y cómo el viento azotaba las palmeras, no podía evitar sentirme ridículo tumbado en una hamaca en una cabaña con el techo de paja. Llovía desde hacía horas y por la radio anunciaban que seguiría lloviendo en los próximos días. Y yo con bermudas, sombrero de paja y manga corta...-¿No hay más clientes?, le pregunté a la muchacha que se aburría tras el mostrador.

-Se fueron todos con la alarma del huracán.

Lógico. Se acercaba un huracán llamado Katrina y lo más sensato que uno podía hacer era largarse. A mí, sin embargo, me había cogido en falta. Hacía días que no leía la prensa y, por otra parte, cuando uno viaja, nunca piensa en la lluvia, quizás porque en las fotos de las guías siempre luce el sol.

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Encima de una mesa, junto a la hamaca, quedaban restos del naufragio turístico: cinco o seis tubos de bronceador abandonados y un ejemplar de El paraíso perdido de Milton. La pura imagen del desastre.

Había llegado a las Corn Islands (las Islas del Maíz), un par de islas situadas a media hora en avioneta de la costa caribeña de Nicaragua, en busca de un más allá. Son cosas que pasan en los viajes. Un día estás en Managua y decides coger un avión para Bluefields, una población de la costa con nombre improbable, historias de piratas, población negra de habla inglesa y ritmo de reggae. La otra Nicaragua, en definitiva. Era un lugar agradable, pero siempre hay algo más lejano que te tienta. Cuando alguien me habló de dos pequeñas islas llamadas Corn Islands supe de inmediato que tenía que ir allá. ¿Por qué? Pues porque estaban lejos, perdidas en el mapa, y porque un pescador me dijo bajando la voz que eran un auténtico paraíso.

Ya en el pequeño aeropuerto de Bluefields, sin embargo, en cuanto subí a la avioneta, empecé a darme cuenta de que algo no iba bien. El piloto estaba nervioso porque se anunciaba una tormenta y los cinco pasajeros que me acompañaban intercambiaban miradas de preocupación.

-Abróchense los cinturones, que el viaje va a ser movidito, nos advirtió el piloto.

El vuelo fue un zarandeo continuo, como si estuviéramos en una lavadora en pleno centrifugado. La lluvia se empeñaba en empujar hacia el mar a la frágil avioneta y una cortina de agua cegaba las ventanillas. El piloto sudaba a chorros y el copiloto, en medio de un ruido ensordecedor, escudriñaba ansioso aquel mar metálico tratando de localizar las islas.

Cuando conseguimos aterrizar en la pequeña pista, respiré aliviado. Por fin estaba en la isla. Pero llovía. No paraba de llover. Y se anunciaban más tormentas... Al final, harto de aquella sobredosis de agua, me fui a dormir. Había goteras y un gran charco de agua en el suelo, pero ni fuerzas tenía para quejarme.

Al despertar, un par de horas después, había sucedido algo increíble: lucía un sol espléndido y se oía el canto de los pájaros. Unas niñas vestidas de fiesta estaban jugando en una playa bellísima -larga, de arena fina, con palmeras y casas de madera pintadas de colores- y el sol arrancaba toda la viveza de sus vestidos de domingo. Era como si, en sueños, hubiera viajado a otro país.

-El Katrina cambió bruscamente de dirección y se fue para la costa de Honduras, me informó con una sonrisa la muchacha del hotel.

-Se acabó la alarma, pues.

-Todavía no -torció el gesto-. El huracán aún puede volver.

Nunca entenderé a los huracanes. Tenía claro, sin embargo, que en poco tiempo había pasado de la desesperación a la euforia, de la tormenta al sol. Corn Island era ahora la isla perfecta, a pesar de los destrozos causados por un huracán en 1988 que la muchacha insistía en recordar. Los caminos estaban comidos por las olas, las casas se caían de viejas, las palmeras estaban despeinadas y sólo quedaban 800 metros asfaltados en aquella isla de seis kilómetros cuadrados.

-¡Ochocientos metros! -se lamentó la muchacha-. Ni siquiera un kilómetro...

Pero lucía el sol, y esto para mí lo compensaba todo.

Envalentonado por el buen tiempo, acepté al día siguiente la propuesta de un pescador de ir en barca hasta Little Corn Island, un islote de un kilómetro cuadrado a un par de horas de la isla grande.

-Allí sólo hay playas, palmeras y pescadores, me tentó.

-¿No hay carreteras?, pregunté, pensando en el triste récord de los 800 metros.

-Ni una -negó con la cabeza-. Sólo hay un teléfono.

Fuimos a Little Corn Island, claro. No era capaz de resistirme a un panorama como aquel. Allí conocí a Derek, un norteamericano pelirrojo, alto y delgado como un alambre, que llevaba tres años viviendo en una cabaña estratégicamente situada en un promontorio rodeado de palmeras inclinadas, junto a una larga playa de arena blanca. Un paraíso. De la barba de Derek colgaban, entrelazados en los pelos, abalorios de colores y caracoles de mar.

-No logro entender cómo pude vivir tantos años en Washington - me confesó con la mirada perdida en el azul del mar.

Por la noche, un pescador propuso hacer una sopa en la playa. Con coco y langosta. La noche era estrellada, corrió el ron y un viejo marinero me habló de un viaje que había hecho muchos años atrás al Mediterráneo. Para él, el Mediterráneo tan lejano) era un paisaje de ensueño. Como para mí el Caribe.

Unos días después, los peces voladores me acompañaron de regreso a la isla grande.

-El huracán ya se alejó definitivamente -me informó la muchacha del hotel-. Desapareció la alarma. Mañana regresan los turistas.

Me fui a pasear a la playa. Solo. Al atardecer, un barco naufragado frente a la costa parecía sugerir que aquél era el lugar ideal para quemar las naves y saborear el paraíso sin prisas. Pero me fui. En el fondo, me daba cuenta de que aquellos días maravillosos en Corn Islands habían sido en realidad el regalo inesperado de un caprichoso huracán que al final decidió desviarse hacia Honduras. Al día siguiente llegarían los turistas. Era el momento de largarse. El paréntesis, ese tiempo muerto en el que sobreviven los paraísos, había terminado.

Xavier Moret (Barcelona, 1952) es periodista y escritor. Ha publicado varias novelas y dos libros de viajes. Su último título es Boomerang, viaje al corazón de Australia (Península, 2000).

El Caribe de Nicaragua

A diferencia del resto del país, la costa oriental de Nicaragua nunca fue colonizada por los españoles y permaneció como protectorado británico hasta finales de 1800. Las dos islas que constituyen el archipiélago de Corn Island (Big Corn Island y Little Corn Island) se encuentran a 70 kilómetros de la ciudad de Bluefields, y, al igual que otras islas y cayos de la zona, fueron refugio de corsarios y bucaneros. Hoy se han convertido en uno de los principales destinos turísticos de Nicaragua, en especial para quienes buscan playas con palmeras y arrecifes de coral.Cómo ir. La compañía Iberia (902 400 500) tiene un vuelo diario (excepto lunes) entre Madrid y Managua, con escala en Miami, por 164.960 pesetas, ida y vuelta, tasas incluidas.

La Costeña (00 505 263 1228) vuela a diario entre Managua y Corn Islands, con una escala en Bluefields, por 19.300 pesetas, ida y vuelta; la duración del trayecto es de una hora y media, aproximadamente. Entre las islas existe un servicio de barco taxi por 900 pesetas.

Dormir. En Little Corn Island:

Casa Iguana (sin teléfono); en Internet: www.casaiguana.net

Entre 3.000 y 9.000 pesetas.

En Big Corn Island:

Hotel Paraíso (00 505 285 51 11); 7.000 pesetas la habitación doble.

Comer. Todos los hoteles ofrecen menús, con langosta incluida, por menos de 1.000 pesetas.

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