¡Viva Garibaldi! MARCOS ORDÓÑEZ
- 1. Asuntos exteriores. Ya he visto el mejor espectáculo extranjero del Grec: Misura per misura, del Teatro Garibaldi de Palermo, en el Lliure. El único espectáculo extranjero (teatral, quiero decir, porque no olvidaré a Tony Bennet y Diana Krall, a Veloso, a João Gilberto, dioses visitantes de este verano) que me ha mantenido atado a la butaca, con esa concentración excitada que sólo te da el arte verdadero, la maestría técnica unida a la verdad humana. No son grandes palabras: todos sabemos de qué va esto, ¿verdad? En el teatro no hay medias tintas, como en el cine. Una película puede ser interesante. Puedes verla distraídamente. En teatro, decir que una obra es interesante quiere decir que te has aburrido, que no has conectado, que no ha habido magia. Destellos, quizá. Como en el Ajax-Philoctète que Georges Lavaudant presentó en el Convent de Sant Agustí. Dos tragedias extractadas, comprimidas, encajadas en un espectáculo de una hora. Muy depurado. Muy fino. Muy chic. Comédie chic, para entendernos. No es mi Lavaudant, el Lavaudant visionario de Les Cépheides o Terra incognita. Es un Lavaudant que dibuja emociones a compás, distribuye movimientos con regla y cartabón, sin que por casi ningún hueco palpite la tragedia; parece que los actores estén más atentos a enunciar que a emocionar. Sólo dos momentos en el recuerdo: Philippe Morier-Genoud, el viejo hidalgo español de Terra incognita, narrando, sentado en una silla, como un viejo que cuenta un cuento antiguo, la noche en que Ajax creyó acabar con un ejército y despertó bañado en la sangre de 200 reses. Y un gesto, una acción: Patrick Pineau, el joven y enloquecido Ajax, afeitándose antes de suicidarse, con la lentitud de Alain Delon en Le samourai.Otra visita extranjera: el Teatro Maly de San Petersburgo, dirigido por Lev Dodin. De Lev Dodin vi, hará unos diez años, Gaudeamus, en el Mercat, que era un espectáculo de escuela, bullicioso, confuso, fatigante. Ahora, en Txevengur, sobre la novela de Platónov, los chicos han crecido y son enormes actores, llenos de vida y de fuerza, pero el texto, que casi parece un texto de Müller, es repetitivo, no logro conectar, me aburro muchísimo, me largo a la media parte: Otro espectáculo interesante, pero que ni te entretiene ni te abre ninguna ventana. ¿Qué más he visto? Pulcinella, dirigido por Scaparro, en el Poliorama. Un argumento de Rossellini, muy prometedor; el viaje de unos cómicos italianos del XVII de Nápoles a París. Con Massimo Ranieri, el cantante, el formidable arlequín de L'isola degli schiavi de Strehler. Problema: en la dramaturgia de Manlio Santanelli no hay personajes, sino estereotipos simpáticos, con los que Scaparro compone tableaux de una cierta belleza plástica (muy limpios, muy de los setenta, con su ciclorama y sus sombras silueteadas, a un pasito de Tamayo), pero el relato, entre fragmentos didácticos sobre los orígenes de la Commedia dell'Arte y canciones napolitanas, no avanza ni a tirones. Y suerte de las coplas, y de la voz, todavía fresca, de Ranieri. De pronto, a mitad de julio, llega una compañía de la que no has oído hablar en tu vida: el Teatro Garibaldi de Palermo. Uno de los tantísimos teatros que florecieron en Italia a finales del XIX, en los días de la unificación. Un teatro pequeño, ruinoso, en la Kalsa, uno de los barrios populares de la ciudad. Su alma es Carlo Cecchi, un actor director, un díscipulo de -curiosa mezcla- Eduardo y Julian Beck. En 1996, Cecchi y Matteo Bavera, con la complicidad del Ayuntamiento, toman el Garibaldi con un Proyecto Shakespeare del que hasta ahora han hecho Hamlet, Midsummer night's dream y este Measure for measure, y preparan un Troilus and Cressida para la temporada próxima. Se nota que están especializados (a la fuerza ahorcan) en hacer teatro en cualquier parte, escuelas, iglesias, patios. Llegaron al Lliure y, con dos sillas y cuatro trajes, reconvirtieron el espacio desnudo en la Viena febril imaginada por Shakespeare: yo no había visto nada igual desde los shakespeares de Brook en Bouffes du Nord. Misura per misura estaría más cerca de Brook, en su neoclasicismo, que de los elementos contemporáneos de Cheek By Jowl, el otro referente inmediato. Con ambos comparte la desnudez, la simplicidad extrema de la puesta en escena, la vivacidad de ritmo, la claridad expositiva. Hay algunos cortes en el texto, que se pone en tres horas; tres horas que, pese al calorazo de sauna del Lliure, pasaron en un vuelo, en dos partes de hora y media.
- 2. Vicios privados, públicas virtudes. Con éste ya son tres los montajes que hemos visto de Measure for measure: el primero fue el de Cheek by Jowl en el Mercat, el segundo el de Calixto Bieito en el Nacional. Tres, y la obra no se agota, ni muchísimo menos, porque es más rara que el típico perro verde. Cesare Garboli, traductor de Misura per misura, dice: "Es una tragedia durante dos actos y medio que de golpe se convierte en una gran broma negra, una bufonada a dos pasos del patíbulo". Mientras que para George W. Knight (La rueda de fuego) sería una parábola evangélica sobre la misericordia, Dover Wilson habla de ella como "el equivalente jacobino de Contrapunto de Huxley", por la "determinación salvaje de arrancar todos los velos y mostrar la realidad en toda su crudeza; por su cinismo en la presentación de un mundo irremediablemente corrompido y abandonado al mal". Estoy más de acuerdo con este último. Y con Garboli. En esta tragicomedia sobre el instinto y sus máscaras -el instinto sexual, que recorre Viena de arriba abajo, de nobles a plebeyos, como en La ronda, de Schnitzler- son mucho más humanos los pecadores que sus jueces. Cosa frecuente en Shakespeare, que contempla con indisimulada simpatía al macarra Pompeyo burlándose del estúpido policía Elbow; al vitalista Bernardino, que se niega a morir porque no quiere que le despierten tan pronto, o a Lucio, encanallado, chismoso, cínico. Y destina toda su comprensión a los que se han roto o se están rompiendo: Angelo e Isabella, el puritano y la novicia, dos "almas puras" que descubren los tormentos de la carne. Y en la más clara ilustración de que el hábito no hace al monje, el duque Vicentio, presunta encarnación de la justicia, que se disfraza de fraile para recorrer Viena, miente, hace de alcahuete, revela confesiones privadas, falsifica pruebas y parece sentir un secreto placer ante el sufrimiento ajeno.
Mingo Ràfols, en el montaje de Bieito, interpretó a Vicentio como si fuera uno de los dioses crueles, incomprensibles, juguetones y contradictorios de la mitología hindú o del sincretismo yoruba; Carlo Cecchi hace pensar en un maquiavélico maestro de marionetas que juega con sus súbditos como algunos nobles de la época jugaban al ajedrez con piezas humanas. Y que, en la última parte, se contagia de la corrupción, de la picaresca ambiental, como si hubiera pillado un sifilazo. O como si de una vez por todas hubiera sacado a pasear, ventajas de la máscara, al cabrón con pintas que llevaba dentro. El Vicentio de Carlo Cecchi comienza, digamos, como Paul Scofield y acaba convertido en el Zorro de Pinocho, sustituyendo el discurso final por un susurro lúbrico en el oído de la novicia Isabella. Cecchi es un mattatore a la antigua, siempre dispuesto a salirse de madre, a no disimular un ataque de risa en mitad de una escena o a soltarle al público, tras aparecer, rebufando, en el balcón del Lliure: "Perdonen, es que no encontraba la escalera". Lo verdaderamente curioso es que a Cecchi, que parece la encarnación siciliana del actor director a la inglesa (arquetipo: Albert Finney en The dresser) haya ligado un montaje tan moderno, tan desnudo, tan contenido. Y que, siendo un espectáculo esencialmente popular, los cómicos (Lucio -inmenso Arturo Cirillo-, Pompeyo -Tommaso Ragno-, Bernardino -Alfio Pennisi-, mis favoritos) no se pasaran ni un pelo, colocando todas las réplicas sin jugar ni por un instante el previsible esquema de pícaro napolitano. Sí: salvo él, todos parecían ingleses. El Angelo atormentado, humanizado por el tormento, de Elia Schilton. Y, para caer rendido a sus pies, la Isabella de Iaia Forte. ¡Qué señora! ¡Qué pedazo de actriz! ¡Y qué técnica de maestra, qué naturalidad a la hora de modular el sentimiento, siendo tan joven! Mitad la Marisa Paredes de los comienzos, rara, ingenua, febril, y mitad la Sandrine Bonnaire-Juana de Arco de la película de Rivette, iluminada, con una determinación sobrehumana y una sensualidad secreta y desbordante.
La visita del Teatro Garibaldi de Palermo ha sido una lección, y uno de los éxitos del Grec: corrió la voz y el Lliure estuvo a rebosar los tres días. Y el 20, con un programa doble, un mano a mano entre Iaia Forte, con un monólogo sobre el Ulises de Joyce, y Cecchi interpretando al Krapp de La última cinta, de Beckett. Que vuelvan el próximo año, por favor: Troilo y Cressida, tan moderna en su tono y construcción, en su desolación irónica, como Misura per misura, no se ha visto aquí desde ni sé cuándo.
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