El césped de Cambridge JORDI PUNTÍ
Hace unas semanas pasé 10 días en Cambridge, Inglaterra, invitado por el British Council y la Institució de les Lletres Catalanes, y ahora me apetece recordar algunas sensaciones de esa estancia que fue placentera y sombría, todo a la vez. Junto con otros 50 fellows llegados de medio mundo -de Finlandia y Malasia, de la República Checa y de Kenia...-, asistimos a un Seminario de Literatura Inglesa Contemporánea, con autores de renombre y prestigio como Doris Lessing, Ian McEwan, David Lodge o George Steiner, entre otros. Dichos autores llegaban, leían durante media hora un fragmento de su obra y a continuación eran sometidos a un interrogatorio por parte de los participantes. Nuestra misión, pues, era tomar nota de todo lo que allí se cocía y participar en el debate, y conservo de esas sesiones algunos recuerdos memorables: Steiner, especialmente, hablando con erudición de Shakespeare y Racine para -¡alehop!- formular una teoría sobre el inglés como nueva lingua franca en la era de las telecomunicaciones; pero también recuerdo a la poeta Patience Agbabi recitando sus poemas, que suenan como el rap cantado con los lentos ritmos del acid jazz, o a Richard Holmes, el irónico biógrafo de Coleridge y otros románticos, que nos dejó una frase para el recuerdo: "Las biografías han añadido un nuevo terror a la muerte".Sin embargo, aunque la mayoría de sesiones literarias estuvieron muy bien y los compañeros que conocí han dejado en mí un recuerdo que va a ser perdurable (la despedida fue triste), prefiero revivir ahora mis momentos de abandono en el Downing College, donde nos hospedábamos, cuando paseaba mi vista por las vastas extensiones de césped verdísimo, y entonces buscaba la estela del escritor Vladimir Nabokov jugando a fútbol, como portero -"el águila solitaria, el hombre del misterio, el último defensor"- , y esos cielos bajos y siempre cubiertos me llevaron a atisbar la naturaleza de sus días en Cambridge, tres años acaso infelices y lúgubres, tal como él mismo cuenta en sus memorias de infancia y juventud, en los que "todas las célebres particularidades de la ciudad -olmos venerables, blasones en las ventanas, relojes de torre locuaces- no significaban nada por sí mismas, sino que tan sólo existían para enmarcar y sostener" su nostalgia.
En gran parte de Cambridge, es cierto, se impone la visión de enormes paneles de césped cuidado. Alguien del seminario le preguntó a un jardinero cómo conseguían esos maravillosos herbajes. "Muy sencillo", respondió el jardinero: "remueves la tierra, siembras la hierba, la abonas y la riegas, llueve, y luego esperas 500 años. Sólo eso". En estos 500 años, el césped de Cambridge ha aprendido a ser cambiante: a la luz del día, en los parques, soporta a los jugadores de criquet, de tenis (pequeños Wimbledon de bolsillo), acoge a los picnics privados y las garden parties más fastuosas; de noche, en cambio, el césped se vuelve silencioso e intrigante. Desde mi habitación en el campus, antes de irme a dormir, solía observarlo unos minutos y, bajo la luz de la luna, con las ramas de los escasos árboles mecidas por la brisa, casi esperaba ver una aparición fantasmática, la imagen pálida y difuminada de una institutriz, o de un rudo campesino, como en una de esas inquietantes historias de Henry James.
Es posible, pues, que fueran estos momentos de desazón que experimentaba en mi habitación en Downing los que me llevaron a actuar como el propio Nabokov profetizó en sus memorias: "No sé si alguien irá algún día a Cambridge para buscar las huellas que los clavos de mis botas dejaron en el barro negro ante una portería vacía, o para seguir la sombra de mi gorra a través del campus hasta la escalera del despacho de mi director de estudios...". Yo sí me levanté una mañana y fui hasta el Trinity Lane a rebuscar sus huellas, pero debo decir que el ejercicio fue frustrante. Ya en el Porter's lodge, la entrada al college, recibí una negativa. Pregunté al portero si había algun lugar que recordase "la presencia en el Trinity del escritor ruso Vladimir Nabokov". "¿Quién? ¿Cuándo estuvo aquí?", me preguntó amablemente. Pronuncié de nuevo el nombre y añadí que había vivido allí unos 70 años atrás, pero aquello no le decía nada. Me dio un plano del sitio y me invitó a preguntar dentro, quizá en la magnífica biblioteca hubiera algo, dijo, pero él, sinceramente, lo dudaba. Recordé entonces lo que cuenta Nabokov: en los tres años que pasó en Cambridge, ni una sola vez -ni una- puso los pies en la biblioteca, así que yo tampoco me aventuré. Me limité a pasear por el amplio claustro del patio, con su fuente historiada en el centro, y a imaginarme a un joven espigado, rubio y elegante, vestido de sportman -"el suéter, la gorra con visera, las rodilleras, los guantes que le salen del bolsillo posterior de los pantalones cortos"- que cruzaba raudo el campus, corriendo al encuentro de ese verde puro que va a ser pisado con botas de clavos, la única cosa que puede aliviarle de la abundante nostalgia.
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