El silencio y las batallas
El anhelo de paz conduce paradójicamente a padecer la violencia. Un año antes de la muerte de Franco, Juan Carrero Salaregui (Arjona, Jaén, 1951) huyó de España para evitar el encarcelamiento por su resistencia a cursar el servicio militar. Se refugió muy lejos, en el norte de Argentina, entre los indios, pero el golpe militar de Videla, Massera y Agosti, y su amistad con el futuro premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel, le obligaron a volver, bajo amenaza de muerte, cuatro años más tarde, a su país. En Palma de Mallorca creó la Fundación S´Olivar y descubrió el dolor y la miseria en la región de los Grandes Lagos. Ayunó 42 días y caminó 2.000 kilómetros por la paz. En 1997, en el Zaire, encontró a 300.000 hutus refugiados procedentes de Ruanda que ningún Estado había echado de menos. Hoy, con apoyos unánimes de partidos políticos y personalidades como el propio Pérez Esquivel, es candidato al Nobel de Paz.Pero el primer paisaje que contemplaron sus ojos fue un campo andaluz con hileras de olivos. Su abuelo, riojano de origen, había llegado a Andalucía por una pura cuestión de simpatía. Como secretario municipal fue destinado a la provincia de Sevilla, luego a la de Córdoba y finalmente se aposentó en Arjona. Allí su hija María Ángeles se casó con un oficinista encargado de las exportaciones de aceite de oliva, y del matrimonio nacieron cuatro hijos. Juan, el mayor, fue un niño corriente, aplicado en los juegos y estudiante regular. Con once años abandonó Jaén. El padre enfermó y la familia partió a Palma de Mallorca con la esperanza de que un hermano suyo, médico del Ejército, le curara un mal mortal. Falleció un año después de llegar a la isla.
Fue un golpe imborrable. Juan, adolescente, empezó a disolverse en el silencio y la austeridad y, después del Bachiller, estudió Filosofía en el Seminario.
Cuatro años pasó como ermitaño en un retiro que abrió con varios compañeros. Se hizo teólogo. Vivía en el monte, en una caseta simple, que él mismo construyó, y con un mobiliario reducido a una tabla sobre la que dormía y comía. En 1973 viajó a Francia, conoció a Lanza del Vasto, el discípulo europeo de Gandhi, y a una mujer, Susana Volosín, que se convertiría más tarde en su esposa.
En 1974, amenazado por una condena de ocho años de cárcel por objetor de conciencia, escapó de España y se instaló en una escuela situada a 4.000 metros de altitud, en los Andes argentinos, en el límite entre Chile y Bolivia. Allí se casó en un juzgado con Susana y entre ambos atendieron, en una escuela sucinta, a cincuenta niños quechuas.
El golpe militar argentino le reveló de nuevo el alto precio de la paz. Escaparon vivos con gran fortuna y regresaron a la finca de S´Olivar, en Palma, en la que durante diez años vivió retirado. Pero la paz se reveló de nuevo como un deseo que implica acción y riesgo. En 1992, conmovido por la hambruna de Somalia, convirtió la casa de retiro en una fundación y desde entonces ha recorrido los países amenazados por el despropósito, agobiados por las carencias y reducidos a fantasmas.
En los últimos cinco años Juan Carrero y los suyos han trabajado a favor de los derechos civiles en Ruanda, Burundi y la República del Congo, y ha reunido testimonos sobrecogedores de las masacres. En 1997 ayudó a la comisaria europea Emma Bonino a descubrir algo que ni los sofisticados satélites norteamericanos ni las sutiles conciencias colectivas de los países ricos habían visto: los campos de refugiados de los ruandeses hutus. Sólo en Tingui Tingui encontraron a 300.000 individuos famélicos y abandonados. Su labor fue reconocida por 19 premios Nobel, entre ellos Elie Wiesel, Rigoberta Menchu, Desmond Tutu y Nadie Gordiner.
Hace unos meses un grupo de exiliados ruandeses junto con su viejo amigo Adolfo Pérez Esquivel avalaron la candidatura de Juan Carrero para el premio Nobel de la Paz que se fallará en octubre, en Oslo. Desde entonces han llovido las adhesiones. El Parlamento de las Islas Baleares aprobó por unanimidad el pasado mes de septiembre una moción, presentada por el Grupo Socialista, de apoyo a la candidatura. El Nobel, con todo, no sería su primer reconocimiento importante. El 2 de febrero de 1999, en Sherbon (Massachusetts), la Abadía de la Paz le concedió el premio El Coraje de la Conciencia; antes que él lo obtuvieron Ernesto Cardenal, el Dalai Lama, Paul Winter, Greenpace, Sting y Óscar Romero, entre otros.
Juan Carrero, después de años ocupado en meditaciones y batallas, volvió a Arjona hace un año. Allí reconoció el campo de olivos originario, el cariño franco de los parientes, el gesto comprensivo de sus maestros y el abrazo sincero del andaluz. Acaso en el fondo la patria del hombre siga siendo la infancia.
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