La llamada
No es como la llamada del amor, ni como la de la patria, tampoco guarda similitud alguna con ese otro sentimiento que denominan la llamada de la selva y que experimentan intensamente algunos espíritus indomables. No, el denominado efecto llamada es bastante más prosaico que todo eso. Como efecto llamada se le conoce aquí en Madrid al grito de aviso emitido para alertar a los familiares y amigos sobre la existencia de un chollo de cualquier naturaleza. Ese efecto es el que se produjo años atrás entre los gitanos portugueses que montaron sus chabolas en los poblados de la periferia de la capital. Se corrió la voz entre aquella gente de que la Administración regional entregaría un piso a todo el que tuviera un chamizo, y el efecto llamada fue inmediatamente transmitido a sus allegados recorriendo como un calambre el territorio lusitano. Cientos de calés del país vecino liaron sus bártulos respondiendo a esa poderosa fuerza de convocatoria movilizándose con destino a Madrid. Así, durante meses, al olor de una vivienda gratis, brotaron como champiñones las favelas en los núcleos de infraviviendas de nuestra ciudad. No había que complicarse mucho la vida, bastaban unos cartones de leche, unas hojalatas o unos tablones de desecho y en una sola noche levantaban la choza declarándose residentes en Madrid y bajo la protección de la ley que impide privar a una familia del techo que le cobija. Aquel efecto llamada multiplicó entonces la magnitud de ese cáncer urbanístico que es el chabolismo, justamente cuando más esfuerzos y más recursos económicos estaban destinando los poderes públicos en el intento de erradicarlo. De aquella experiencia, la Administración aprendió que no siempre los problemas sociales se resuelven con dinero, o al menos no sólo con dinero. Ahora, cuando los Servicios Sociales de la Comunidad de Madrid estaban empeñados en abordar otra difícil situación para ponerle un remedio razonable, vuelve a aparecer el efecto llamada . Ha surgido a raíz de las medidas tomadas para la acogida e integración de los gitanos rumanos, cuya concurrencia en nuestra capital viene causando tantos dolores de cabeza a los gobernantes locales y regionales. Con la mirada atenta de los medios de comunicación y el complejo y la mala conciencia de quienes no supieron estar a la altura de las circunstancias en los primeros momentos, la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid diseñaron un plan cuyo objetivo final era proporcionarles papeles, trabajo, vivienda y escolarización para sus niños. Un plan objetivamente ejemplar de no ser porque otros colectivos de inmigrantes están lejos de recibir tan deferente trato y porque se ha corrido la voz en toda España y parte de Europa de que en Madrid ayudan a los rumanos. A esta gente la han echado de todos los sitios, y en algunos, como hicieron en el municipio de Rivas hace algún tiempo, hasta les pagaron para quitárselos de encima. La resultante es que el efecto llamada está atrayendo hacia Madrid a numerosas familias de esa etnia que provienen de otros puntos del Estado e incluso del extranjero. Este indeseable efecto secundario no le resta mérito alguno a la iniciativa, pero sí obliga a reflexionar sobre las estrategias de integración para no pecar de incautos. Sería absurdo convertir a Madrid en la gran samaritana del Estado porque el flujo de necesitados arreciaría con tal intensidad que superaría cualquier esfuerzo presupuestario por grande que fuera. Entiendo por ello que nuestra región reclame a otras comunidades que dispongan de programas similares para que todas asuman su correspondiente cuota de solidaridad. Estos planes de integración están muy lejos de ser baratos. Cuatrocientos millones llevan invertidos las tres administraciones en las cuarenta y dos familias rumanas que se han acogido voluntariamente a los programas de integración. Unos programas cuyo éxito tampoco resulta deslumbrante porque de momento sólo seis han alcanzado el nivel de inserción social y laboral que les permite abandonar los campamentos y vivir en pisos compartidos. Hay, a pesar de ello, aciertos importantes que constituyen avances notables en esta asignatura de la integración que urge aprobar antes de que nos desborde. Es el caso del contrato social de derechos y obligaciones que han de firmar aquellos que quieren ser alojados en los campamentos y acogerse a los beneficios del programa. La integración requiere esfuerzos por ambas partes. En la atención social la ingenuidad no es ninguna virtud.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Opinión
- Inmigrantes europeos
- Chabolas
- Integración social
- Presupuestos municipales
- Gitanos
- Chabolismo
- Presupuestos autonómicos
- Rumanía
- Finanzas municipales
- Infravivienda
- Extranjeros
- Pobreza
- Minorías sociales
- Inmigrantes
- Financiación autonómica
- Portugal
- Minorías raciales
- Política social
- Gobierno autonómico
- Inmigración
- Europa este
- Madrid
- Grupos sociales
- Comunidad de Madrid